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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger
Hace unos meses leí un artículo sobre una maestra que había logrado introducir un curso sobre cómo prepararse para la muerte en la secundaria de algunos colegios. No recuerdo si era Canadá o algún país nórdico, pero la idea era más o menos sencilla. La gran mayoría de las personas (creo que más del 90%) muere en hospitales, alejados de sus seres queridos, y con mucho sufrimiento cuando casi todos ansiamos una forma parecida de dejar el mundo: estar rodeados de las personas que más queremos, en casa, con el menor dolor físico y emocional posible.
La idea del curso era que los chicos pudieran identificar ese momento en la vida de sus padres y ayudarlos a tomar el control sobre las condiciones de su propia muerte. El proceso involucraba a médicos y hospitales, obviamente; pero el objetivo era que los hijos, en este caso, o cualquier familiar o ser querido de la persona enferma, pudiera gestionar su salida del hospital y poder darle al paciente el derecho a vivir los últimos días de su vida como este quisiera.
Hay un podcast en el New York Times que narra cómo John Shields pudo planear su muerte y cómo a partir de su caso unos 1.300 canadienses con enfermedades terminales pudieron hacer lo mismo. La grabación empieza con una mujer preguntándole por su color favorito (‘verde’), su flor favorita (‘rosas’), de qué color (‘rojas’), su estación favorita (primavera), su pájaro favorito (águila), y cuándo fue la última vez que se sintió libre de verdad (‘cuando supe que podía decidir cómo terminar mi vida’). En Canadá, el debate fue largo y acalorado. Evidentemente, los católicos se opusieron a la idea de la muerte asistida; pero en medio de la discusión política, las voces de pacientes terminales y las de sus familias empezaron a oírse. Una de esas voces fue la de John, quien asumió ese derecho como su última gran lucha (antes de sufrir el accidente que destapó la enfermedad que acabó con su vida, fue cura en NYC y trabajador social en Victoria, Canadá, donde luchó por los derechos laborales de hombres y mujeres).
La lección que deja debería ayudar a las futuras generaciones a lidiar con aquello para lo que en vez de prepararnos toda una vida parecemos empecinados en evitar. Porque no hace falta creer en Dios ni en la vida eterna para tener consuelo cuando uno lee lo que dijo antes de morir alguien que se preparó como él: ‘Mientras más profundo miremos, más grande será nuestra consciencia de unidad con los otros y con todos los seres vivos. Esa energía que asociamos a la personalidad única de cada individuo no se destruye ni se asimila, así como otras formas de energía no se renuevan ni terminan. He desarrollado una fortaleza muy grande al saber que mi energía prevalecerá después de mi muerte’.
Un ‘Irish wake’ es una fiesta que se celebra luego de que uno muere y en la que amigos y familiares se emborrachan y cuentan historias inapropiadas sobre el difunto (los irlandeses siempre se las ingenian para sobrevivir con humor).
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John y su familia pudieron organizar uno con él presente y así permitir que todas las personas importantes en su vida se conocieran y acompañaran, aceptando la muerte de manera colectiva, intentando hacer del trance algo más natural, a pesar del dolor que supone esa despedida. Su mujer lo explica mejor: ‘Nos hicimos amigos de la muerte, abrazándola, trayéndola a la vida en vez de alejarla’. Cuando le preguntaron a John qué es lo que quería de esa última reunión respondió que tocar cada mano y besar cada mejilla. Y comer pollo.
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Esta columna va dedicada a mi tío Paco Navarro, con el agradecimiento por la gran lección que me dio de vivir a tope y ser lo más feliz que pueda con mucho amor y pocos bienes materiales. Su energía, como la de John, seguirá viva para siempre.
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