“¡Voy, voy!”, Silvio sigue el cascabel del balón como un radar, hace un autopase con ‘túnel’ al rival y mete un golazo al ángulo superior. Una linda jugada que su ceguera vuelve prodigiosa. El Messi del fútbol ciego también es argentino.
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“Cuando escuché una pelota por primera vez, fue como oír música”, dice a la AFP Silvio Velo, ciego de nacimiento que recién supo del fútbol adaptado a los 10 años.
Hasta entonces había jugado ‘de igual a igual’ en su San Pedro natal, 170 km al norte de Buenos Aires, donde incluso andaba en bicicleta y jugaba a la escondida. “Aunque nunca encontraba a nadie”, dice y suelta una carcajada.
A los 45 años es el capitán de Los Murciélagos, la selección argentina de fútbol ciego que buscará el oro en los Paralímpicos de Rio.
“Queremos esa medalla, es la que nos falta”, dice.
Con Velo como capitán desde 1991, los Murciélagos ganaron la medalla de plata en Grecia-2004 y la de bronce en Pekín-2008.
Si para Messi la Copa del Mundo es una espina que duele, Velo ya la ganó tres veces en Rio-2002, Buenos Aires-2006 y Corea del Sur-2015. Se suman dos Copas América, en 1999 y 2005.
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Un distinto
Carismático y risueño, asombra con su sentido de la localización en el campo de juego, lo que lo vuelve “un distinto, el Messi del fútbol ciego”, según lo define Claudio Falco, entrenador asistente.
Esa cualidad la forjó a fuerza de pura pasión futbolera.
“Yo escuchaba a mis amigos que hacían ‘jueguito’ con la pelota, le pegaban con la rodilla, el hombro, de pie a pie… y pensaba ¿cómo lo hago si no la veo? ¡si la levanto la pierdo!” relata.
Entonces metió el balón dentro de una bolsa para que hiciera ruido.
“Con eso tenía el dominio, le pegaba con un pie, con el muslo, la rodilla, la cabeza y hacía jueguito”, dice encogiendo los hombros, con total naturalidad.
Así ingenió ‘trucos’ “para manejar los perfiles y aprender a pegarle” con efecto.
Sus cualidades y su ceguera fueron un desafío para su preparador físico, Mariano Arnal, un amigo de la infancia.
“Para entrenarlo corríamos juntos atados de la mano. Pero era tan veloz que al tiempo él corría y yo iba en bicicleta, pero tampoco alcanzó y terminé entrenándolo con una moto”, se ríe Arnal con el recuerdo.
¡Golazo, ‘Chueco’!
En el fútbol ciego, los arqueros son los únicos que ven. Los jugadores usan un antifaz que los iguala en la oscuridad total.
Desde los laterales, los entrenadores indican hacia dónde gambetear. Atrás de los arcos un guía avisa cuándo disparar a la red.
El resto parece magia. Los jugadores corren, atrapan pases y conducen la pelota sin tropezar unos con otros, cual planetas en sus órbitas.
“Voy, voy”, es el grito con el que se localizan, latiguillo reglamentario para quien disputa una pelota y cuya omisión se sanciona.
En los partidos, el riguroso silencio contrasta con los ruidosos cánticos de las hinchadas, folclore de los estadios argentinos.
Silvio, con cinco hijos y un nieto de meses, es goleador y capitán de la selección desde hace un cuarto de siglo.
“Antes me comparaban con Maradona, ahora con Messi. Es un honor traspasar las generaciones y que me sigan comparando con el mejor de cada una”, dice.
Cuando no está en la cancha, da charlas motivacionales para recordar “que no hay imposibles cuando hay voluntad”, tema de un libro de su autoría próximo a salir.
En la liga local viene de firmar su pase a Boca Juniors, el club de sus amores, después de jugar una década como ídolo de River Plate, su histórico rival.
Fue escuchando los relatos radiales de los partidos de Boca como ‘entendió’ en su niñez de qué se trataba el fútbol.
“Mi referente era el ‘Loco’ Hugo Gatti porque hacía cosas diferentes, le gustaba salir gambeteando”, dice sobre el exarquero y figura de Boca en los años 80.
Silvio también hace ‘locuras’. Sus autopases con ‘caños’ (túnel) son un clásico festejado y admirado.
“El fútbol lo juego con pasión, con alegría. En la cancha soy un niño. Nunca vi a Maradona o a Messi tirar un ‘caño’ y sin embargo lo hago”, dice sin presumir.
En medio de la práctica lo hace de nuevo: túnel, la empuja y al arco. Los gritos y aplausos le confirman que entró. Alza los brazos y agradece. Se imagina los rostros de esa gente que le grita “¡golazo Chueco!” desde el borde del campo de juego.