PUBLICIDAD
POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger
A los 41 años, todo golpea más fuerte. La altura cusqueña no es la excepción. Felizmente está el cielo para recuperar el aliento, sobre todo porque la única reacción posible cuando uno mira hacia arriba es abrir la boca. Ni bien llegamos, sin embargo, nos apuramos en salir rápido por la manga del avión e ir directamente al taxi que nos llevaría a nuestro destino. Alguien escribe 10 mensajes por segundo desde un grupo en whatsapp llamado el petit comité. Da órdenes y coordenadas y repite insistentemente que no hay lugar a peros ni a nada. Esta es una dictadura, insiste, y todas hemos aceptado la imposición a gusto: mientras las dictadoras se encarguen de la organización, estoy dispuesta a someterme a su régimen.
Siempre es la misma historia sobre el tiempo. ¿Cómo se las ingenia para pasar tan rápido? 25 años es demasiado y a la vez es nada. No es que recuerde mi graduación del colegio como algo que ocurrió ayer, pero qué tanto de nosotras quedará intacto luego de todos esos años. Este viaje debería darnos al menos una respuesta, aunque sea en forma de emoji. ¿Un pulgar hacia arriba? ¿Un smile con lentes de sol? ¿La abuela?
El chofer sabe adónde llevarnos, aunque no tenga idea de las siglas que adornen el letrero que sostiene. Sospecha que algún mensaje está encriptado en él cuando nos ve reír a lo lejos y más cuando le pedimos que pose para una foto. Luego de unos minutos, dos sublimes y una botella de agua, la van se estaciona junto a la laguna de Piuray, un gran espejo sobre la hierba. El silencio es lo primero que sorprende, pero el impacto es corto. Los gritos de doce cuarentonas rompen el hechizo. Horas más tarde, luego de aclimatarnos sobre una hamaca y un par de alfombras de paja, sellamos el reencuentro con un gran banquete que no necesita de efectos especiales para ser delicioso. Dos perros copulan bajo la mesa y dan por terminado el almuerzo. Luego de las fotos de rigor -en estos tiempos todo debe ser registrado para ser real-, enrumbamos a casa, en Urquillos, tierra del mejor maíz peruano, que tiene en su pequeña placita el árbol más lindo que he visto en mucho tiempo.
Desde acá abajo no cuesta entender por qué los antiguos peruanos adoraban los cerros. Los que nos rodean parecen las faldas de un benévolo rey: son de un verde terciopelo y están ahí, siempre, conteniendo euforias y tristezas sin tener que decir una palabra. Nosotras, en cambio, hablamos todas a la vez en perfecta coordinación. Siempre me he preguntado cómo hacemos para decir y escucharlo todo al mismo tiempo.
Dos noches nos bastan para ver todas las estrellas que se esconden en Lima. También para confirmar que, al final, excepto por algunas patas de gallo (casi ninguna en realidad) y por todas las cosas que hemos acumulado hasta ahora, nada cambia de verdad. Seguimos siendo esas personitas preocupadas por su libreta de notas o por el amor de turno. Si compartes recuerdos y fabricas recuerdos, algo debes estar haciendo bien, ¿no? Un perro se queda dormido bajo un manto inca. En la madrugada, ladrará anticipando nuestra partida.
PUBLICIDAD
La última noche, la hemos reservado para el Cusco. El Museo del Pisco es escenario de una extraña postal. A un lado, alguien se queda dormido. Al otro, unos tacones suben y bajan la escalera seguros de poder convencer a una banda entera de que los siga al sótano. La fe divide. Un grupo, el más grande, decide que es hora de sano descanso. Otro, compuesto de seis rebeldes, atraviesa la plaza, escapa de un bar pestilente y por fin cierra la noche entre bostezos y cerveza.
De regreso al hotel, en una calle de piedra, me convenzo de que el tiempo no solo va hacia adelante. A veces, si logras distraerlo, es posible volver atrás por ratos para recordar quién eres y seguir.