Verónica Klingenberger
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Las redes sociales se han convertido en una caja de resonancia de nuestra subjetiva y pequeñísima percepción del mundo.
En ellas compartimos, con amigos, conocidos y extraños, tesoros tan personales como la ecografía que muestra el feto de nuestro futuro hijo o la canción favorita según el mood del momento. El día a día combina algunas reflexiones sobre la actualidad, platos de comida, muchas fotos de niños, el pedido de algún dato que hará nuestra vida cotidiana más fácil. En el verano, ahí es donde se concentran todos los atardeceres.
Hablo más del Facebook que de cualquier otra red social porque, por alguna tanática razón, ahí es donde paso, como millones de personas, una buena parte de mi vida. De repente debería hacerle caso a mi sobrina de 15 años que desprecia dicha red social. Según ella, Facebook es como mi refri. Uno se asoma una y otra vez aunque tenga la certeza de que nunca va a encontrar mucho.
En coyunturas especiales, que suelen ser casi siempre cuando pasa algo horrible, la caja de resonancia se convierte en el eco del mal. Los indignados -que somos casi todos en algún momento, aunque algunos adoptan esa faceta de su personalidad a tiempo completo- creemos, equivocadamente en la mayoría de los casos, que un post puede cambiar las cosas. O al menos puede hacer que un amigo o familiar cercano deje de votar por Keiko . Difícil. Aún si tienes una cantidad considerable de seguidores, lo más probable es que la gran mayoría de ellos te siga porque tenga cierta afinidad con tu forma de pensar, con tu sensibilidad. Los demás serán trolls infiltrados lo suficientemente ideologizados como para oponerse a cualquier detalle que escape a su doctrina. Nada malo con eso, con que la gente diga lo que piense o se indigne cuando le venga en gana. Pero a veces, nuestros posts insistentes contra la ciclovía de Castañeda o nuestras foto-denuncias de una playa en Máncora que más parece un basural, ahogan a miles de ciudadanos sensibles que se ven tragados por la depresión o la neurosis que estos les generan.
Somos los mismos pero no somos los mismos. Quiero decir que aunque lo esencial permanezca casi intacto desde nuestra infancia, y aunque tengamos un par de ideas sobre lo que está bien y lo que está mal, cada día somos alguien nuevo. Definitivamente hay cosas que no somos. Por ejemplo, uno puede ser de los que NO hacen check in en el salón vip del aeropuerto. Otro puede ser de los que NO demuestran su amor públicamente en las redes sociales. Pero excepto esos detalles, la realidad se acomoda a nuestro yo de cada día. A veces nos concentramos en fotografiar nuestros pies con un espectacular mar de fondo aunque ahí sigan la ciclovía de Castañeda, los corruptos de turno, el ISIS, los refugiados sirios. Al día siguiente el futuro de nuestra ciudad es lo más urgente y hay que decir algo al respecto.
Como no soy tan inteligente como José, se me ocurre que una solución podría ser volver a nuestro pequeño refugio mental y tratar de quedarnos ahí el mayor tiempo posible. Aunque eso puede ser bueno y malo, porque a veces nuestros pequeños líos mentales duelen más que lo que sea que pase allá afuera. Otra opción sería dejar de seguir a todos aquellos que tengan un avatar que nos irrite demasiado (lo terrible es que a veces son grandes amigos que en persona te sacan sonrisas y buenas ideas, y este punto en particular da para varias páginas más). La otra opción sería encontrar una red social perfecta, en la que todas las publicaciones se acomoden según tu humor de ese día. O que se cataloguen los posts según el tipo: política, actualidad, cómics, literatura, Netflix, playa, etc.
¿Alguien con ganas de crear la primera red antisocial de la historia?