Vida y Estilo

¿Arma válida? Reconquistarlo a través del sexo

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¿Es posible la reconquista a través del sexo? Puede ser. Es un viaje bastante arriesgado, que a veces mejor no tomarlo. Aunque más importante es preguntarnos por qué la única manera de valorar lo propio es perdiéndolo. Y es que probablemente sólo a través de la pérdida engrandecemos la necesidad. Como el aire, que es tan invisible que sólo cuando nos ahogamos recordamos que existe. Como algunas de nuestras parejas. Aquellas que con el tiempo también se han transformado en eso, en un elemento natural, invisible, inocuo, pero imprescindible. Tanto, que cuando el pájaro vuela, nos queremos morir. Agonizamos a un nivel que somos capaces de hacer cualquier cosa para reconquistarlo. Inclusive ponernos patéticas, patéticas como el peor reptil de la selva.

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Casi tanto como mi amiga Francisca, que fue incluso capaz de echarle mano al más antiguo de los artilugios con tal de reconquistarlo. El de la ropa interior bonita y el sexo. SEXO, con mayúsculas. Ni siquiera ella misma supo cómo comenzó todo, en qué minuto dejaron de quererla, en qué momento ocurrió una calamidad tal para que, a la hora menos pensada, la hayan agarrado desprevenida y le hayan dicho ‘tenemos que conversar…’.

La clásica y fatídica frase del golpe de gracia; golpe de gracia que desde un principio gatilló todo. Porque a partir de allí comenzó su metamorfosis. Su conversión en otra cosa. En una vampira. De hecho, ella misma admitió después que lo primero que hizo fue comprarse un traje de enfermera erótica y un conjunto de ropa interior con perlas transparente (que hasta ella misma consideraba indecente) para pillar a su marido desprevenido y reconquistarlo.

Y así lo hizo. En un día lunes a la hora de dormirse. Nunca nadie supo por qué, si él ya le había dado el golpe de gracia, seguían durmiendo juntos. Porque allí estaba él, más calentito que nunca, decía, sin sospecharse jamás que ella, después de las noticias, le daría rienda suelta a su plan. El plan más descabellado del mundo, que comenzó cuando ella se puso los sostenes de perlas y se le tiró encima de un brinco, como una verdadera mona chita famélica y desesperada. Igualita que un primate, alargando los brazos y haciendo un ruido tan extraño como salvaje.

Al parecer todas aquellas técnicas se las había recomendado su madre. La misma que cuando éramos chicas nos decía que a los hombres no se les podía perder así como así, que había que guardarlos como huesos de santo, hacerles cualquier cosa para que no se fueran, y nunca resignarse a perderlos. Jamás. Y con la Francisca nos reíamos en su cara, de sus frases obsoletas y desesperadas. Jurábamos, a brazo partido, que jamás le haríamos caso. Hasta hoy.

Hasta ahora, que la propia Francisca comenzó a seguir al pie de la letra sus consejos. ¿Y todo para qué? Bueno, para que la mandasen, de una mismísima patada en el culo, a la mierda. Así no más fue: mi pobre amiga terminó colgando su traje de enfermera erótica en el gancho más alto e inaccesible del baño. Porque cuenta que su marido le puso tal cara de estupefacción cuando se le tiró a los brazos como mona chita, que incluso creyó que podría venirle un paro cardíaco allí mismo. Claudicó al tiro, porque su marido le repitió más de mil veces que no quería nada con ella. Que el sexo no era un arma válida para la reconquista. O al menos, definitivamente, no en su caso.

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