Quiero escribir de otra cosa pero no puedo. ¿Acaso es posible siquiera pensar en algo distinto? La distracción hoy es casi una disciplina y, excepto por escasas horas al día, cuando miramos embobados alguna serie en la TV o intentamos domar nuestra mente a través de la lectura, todo es covid, covid, covid. Incluso sumergidos a la fuerza en la ficción, es imposible no percatarse una y otra vez de cómo ha cambiado el mundo en cuestión de semanas. Nunca más volveremos a tomar un pasamanos sin recordar los peligros que eso supone. ¿O quizás sí? Otra gran verdad de estos tiempos es que por más que no hagamos más que hablar del maldito virus, poco sabemos de él.
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Un día te dicen que la mascarilla no sirve para nada, al día siguiente que su uso es esencial. Que la vacuna está a la vuelta de la esquina, que no, que pasará más de un año antes de que esté disponible y sabe Dios de qué disponibilidad hablan. Que te pares a dos metros. No, con uno basta. Que el bicho sobrevive días sobre superficies inertes. Que no, que es muy poco probable que uno se contagie por contacto con un objeto. Que si los antibióticos sirven, que si no sirven, que no tomemos ibuprofeno, que sí, que lejía, que alcohol, que alcohol solo si es de 70, que si las patas del perro, que si limpiar la caja de la leche, la bolsa de detergente. El clickbait más exitoso del 2020 es la palabra coronavirus seguida de cualquier hipótesis y francamente qué ganas de rendirse a veces y mandar todo al diablo. Ok, me quedo en casa, tomo distancia, uso mascarilla al salir, me lavo las manos cada vez que lo recuerdo. Pero intento una y otra vez dejar de machacar mi mente con tantas reglas. Es agotador. Es enfermizo. Pero el fantasma de la verdadera enfermedad se pasea todo el tiempo por nuestras salas y se cuela en el dormitorio de esa comunidad de insomnes cada vez mayor que busca sosiego en Twitter a las 4 a.m. Así de idiotas. Así de humanos. ¿Hay alguien ahí?
¿Sienten ese ligero dolor de garganta todas las noches antes de dormir? Estamos confinados no solo en casa, sino en nuestros propios miedos y en esa terrible, incesante, conciencia. A eso sumémosle las preocupaciones económicas, la tragedia ajena en estéreo las 24 horas del día, el imperdible show televisivo del momento, Al Mediodía con Vizcarra, y esos salpicones de entusiastas que nos mandan ánimos con fotos de mares prístinos y todo tipo de animales recobrando las ciudades. A veces funcionan, a veces no, y está bien, toda angustia es entendible en tiempos de coronavirus y claro que es válido tirarse en la cama o el sofá a mirar el techo esperando que las horas se transformen en días y podamos despertar de esta pesadilla pronto.
A veces me doy cuenta de quién es el verdadero elefante en la sala y sospecho que la gran lección de estos meses es intentar acostumbrarse a vivir con él o empezar a verlo con cierto humor. Es como el meme del ‘Coffin Dance’ (el baile del ataúd), tan difundido ahora -el humor, siempre salvándonos cuando no podemos más-, en el que un grupo de sepultureros de Ghana lleva un ataúd en hombros con el mismo entusiasmo de los profesionales del ánimo que se ganan el pan con la Hora Loca en las bodas limeñas. Dicen que así son los funerales en el país africano. Una fiesta. Una celebración de nuestro paso por este mundo. Ahora, cuando me vienen ese sospechoso dolor de cabeza o los escalofríos de las 5 p.m., mi cerebro reproduce mentalmente el remix que acompaña sus pasos. Y por fin sonrío un rato.
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