Cuando era pequeña, los hijos eran tratados de forma diferente. ¿Recuerdan la famosa frase ‘los niños hablan cuando las gallinas mean’? Por si no lo saben, las gallinas nunca hacen pipí. Por tanto, a los niños no se les permitía opinar, preguntar o simplemente estar en una reunión de adultos.
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Aquello nunca aplicó para mí. Siempre buscaba la oportunidad de escuchar todo lo que pasaba en casa. Tenía ansias de saber lo que me rodeaba. Y hasta me enteraba de los problemas económicos de mis padres. Luego pasaba días rezando a la Virgen de la Altagracia, patrona de mi país, y ella me oía. Siempre superábamos los problemas. No obstante, no me atrevía a expresar todo lo que pensaba, ya que, como dice mi amiga Alexandra Malagón, el zapato de mi mamá tenía GPS y siempre te alcanzaba.
La mayoría de los padres actuales damos a nuestros hijos mucho más de lo que nos dieron a nosotros. Como se dice habitualmente, «los extremos se tocan». Es tan malo no dar, como dar demasiado. Pasa lo mismo si criamos niños muy consentidos, que hacen siempre lo que quieren. Estos tienen la misma posibilidad de volverse delincuentes que los niños que no reciben nada y tienen padres muy fuertes, que incluso los golpean. Como siempre, la respuesta es el centro, no los extremos.
El gran terapeuta B. Nagy lo explica muy bien al hablar del «merecimiento». Lo que creemos que merecemos y lo que nos dan, puede llevarnos a ser merecedores destructivos. Un niño con una alta sensación de merecimiento, considera que se merece todo lo que pide; se cree la última Coca Cola del desierto, ¡y fría!
Casi siempre, esos niños son educados por padres que repiten lo que les hicieron. Un padre criado con poco, intenta compensar y ofrece a sus hijos mucho más de lo que él recibió. Por ejemplo, mi mamá pegaba mucho. Como consecuencia de esto, y de lo que aprendí al estudiar Psicología, nunca le pegué a mi hija Estefanía. La conducta de la familia nos influye más de lo que creemos.
Los padres que dan demasiado, tendrán hijos con merecimiento destructivo. Además, dar excesivamente es injusto, porque infantiliza al niño y lo sobreprotege. No madura, porque para crecer hay que aprender a dar y a recibir. Por eso, todo ser humano debe «reclamar» que le permitan dar.
Quien solo recibe, no cree en las relaciones justas. La justicia relacional es dar y recibir en igual medida. Si solo recibo, seré egoísta, desconsiderado e infantil. Eso me condena a la soledad, ya que nadie quiere a su lado a un ser humano así.
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En el fondo, estas personas carecen de amor propio y creen que aquellos que no le dan, no valen nada. El que recibe mucho, cree que tampoco vale, porque no logra nada por su propio esfuerzo. O sea, no tiene destrezas para la vida, solo ha recibido, no sabe dar.
Todo ser humano debe sentir que puede lograr cosas por sí mismo. Esa actitud desarrolla su autoestima y lo prepara para relaciones interpersonales sanas. Debemos dar, pero no en exceso. Hay que aprender a criar hijos que valoren lo que tienen y luchen por sus metas, algo que se ha olvidado en estos tiempos.
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