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Jorge Sánchez Herrera – Nómena ArquitecturaArquitecto/Urbanista jorge@nomena-arquitectos.com
En incontables columnas anteriores he criticado las ordenanzas municipales de muchos distritos que limitan el área mínima de los departamentos nuevos, según su cantidad de dormitorios. En Miraflores, por ejemplo, el parámetro más común obliga a tener un mínimo de 90 m2 para un departamento de un dormitorio, 120 m2 para uno de dos y 150 m2 para uno de tres. Como esto va en contra de las lógicas del mercado local, de lo que sucede en otras ciudades (donde 75 m2 son suficientes para tres dormitorios) y del sentido común, muchos arquitectos -en complicidad con las inmobiliarias- diseñamos como espacios de ‘estar’, un ‘hall’ o un ‘gimnasio’, que luego, una vez entregado el edificio y pasada la conformidad de obra, cada propietario convertirá en dormitorios añadiendo una puerta y un muro de drywall, de acuerdo a sus necesidades reales.
Es decir, en estos distritos, muchas personas compran un departamento de 90 m2 con la idea de tener, al menos, un dormitorio más de lo permitido, y lo mismo pasa con uno de 120 m2, que resulta un área más que suficiente para una familia con dos o tres hijos.
Estos distritos sustentan este tipo de ordenanzas en un obsesivo control de su densidad poblacional. Pero ahí hay varias falacias. La primera es que, según las últimas estadísticas del INEI, distritos como San Isidro (4,8mil/km2) y Miraflores (8,5mil/km2) tienen densidades bastante bajas si las comparamos con otros de Lima como Breña (23,2mil/km2) y Surquillo (26,4mil/km2); e incluso si las comparamos con otras ciudades como Bogotá, que debe rondar los 20 mil habitantes por kilómetro cuadrado.
La segunda es que Miraflores y San Isidro son dos de los distritos con mayor centralidad, infraestructura, servicios, transporte público, áreas verdes y lugares de trabajo. Son, por tanto, donde tendría más sentido contar con altas densidades. Y la tercera falacia es que termina siendo una situación común que, ante lo ilógico de la norma, las comisiones revisoras municipales (que están conformadas por dos arquitectos independientes y un funcionario público) acaben aprobando los proyectos con ‘salas de estar’, ‘halles’ y ‘gimnasios’, sabiendo perfectamente que luego se convertirán en dormitorios.
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Entonces, si inmobiliarios, arquitectos y funcionarios sabemos que el proyecto aprobado por la municipalidad no corresponde al uso real final, y sabemos que debemos ser de las pocas ciudades, si no la única, que pone estas limitantes, ¿no sería mejor sincerar las normas y dejar de jugar a engañarnos todos?
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