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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger
Ocurrió hace apenas una semana pero seguiremos hablando de ello durante muchísimos años. Vaya manera de asegurarse no solo ‘un lugar en la historia’ sino en la memoria de traumas colectivos de todo un país. Alan García se fue con la misma violencia con la que pateó y cacheteó en vida (literal y metafóricamente), y selló su partida con una carta rabiosa en la que se despidió de sus adversarios dejando su cuerpo como prueba de su desprecio.
Mucho se ha dicho desde entonces, pero hoy queda probado que su muerte, lejos de ser un gesto de honor fue más bien un acto desesperado de vergüenza y soberbia. El mismo Barata se lo dijo a Erasmo Reyna, abogado de García, durante el primer día del interrogatorio: ‘Yo lo entiendo porque sabiendo lo que hizo llegó a este punto’. La teoría del honor nunca le cuadró a la mayoría. Difícil ver un código de samurai en su suicidio. Tampoco resultaba coherente con la larga y sostenida historia del Apra y la prisión, un lugar que más que arrebatarle la decencia a sus militantes resultaba casi una medalla distintiva.
En casi 45 años he sido testigo de los más dramáticos e inverosímiles capítulos en la historia de nuestro país. Pero el suicidio de Alan solo es equiparable -como remezón- con la captura de Abimael. Tal vez, un escalón más abajo, estén el autogolpe y el arresto de Fujimori y Montesinos. Aunque es interesante comprobar que todos esos hechos tuvieron mayor impacto en el giro de la historia del país. El suicidio de Alan fue más bien el final de una relato personal que ya estaba agonizando: el de un político que fue dos veces presidente pero al que hoy solo el 5% de peruanos le creía.
Tal ha sido el golpe, su muestra de desprecio a sus adversarios y el doloroso sacrificio que llevó a cabo ante sus seguidores, que la misma noticia del suicidio tardó mucho en procesarse. Cuando escuché que se había ‘disparado’, primero entendí el término como ‘fuga’ (risas nerviosas). Solo cuando comprendí que se había hecho daño imaginé que el impacto fue en la pierna, una herida temporal que le hiciera ganar unos minutos entre su casa y la cárcel. La idea del suicidio terminó de delinearse con la lentitud de la impresión.
No tardaron en aparecer las teorías conspirativas: Alan sigue vivo, nunca se vio el cuerpo, huyó escondido en la camioneta, entraron dos cajones a la clínica, la actitud de la ministra era sospechosa, etc. Tanto nos mintió que para creer su propia muerte tuvimos que ver el arma en su propia mano. Hoy, la hipótesis de su fuga, aún si Barata no hubiese hablado, resulta más inverosímil que la de su muerte: imposible imaginar a un García vivo, mirando al Perú desde la distancia y obligado al silencio. Eso le dolería más que cualquier bala.
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Se acabó la serie. El más malo de los malos nos robó cualquier posibilidad de justicia para él. Eso sí, nos regaló el final más dramático que pudimos imaginar: una ópera digna del político más fascinante que ha dado el Perú que conocí en vida. Lo que se viene ahora es el fin de toda una generación de políticos, de derecha e izquierda, que buscaron subsistir y llenarse los bolsillos corrompiendose. Es difícil vislumbrar un futuro mejor, pero al menos todo este proceso nos deja una importante lección: la justicia es un poder. Quizá el gran legado de García sea solo una historia de advertencia.
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