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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPERIODISTA@vklingenberger
Nunca me han gustado las películas de terror. Hasta hoy, a veces me sorprendo de madrugada apurando el paso de la cocina a mi cuarto o levantando rápidamente los pies al acercarme a la cama. También le temo a las puertas del clóset semiabiertas o a los ruidos que hace la madera por las noches. Pesadilla, Halloween, El Sexto Sentido. Todas tienen la culpa. Todas dejaron su tenebroso sello en mi memoria.
Pero más allá de mis propias debilidades, el género nunca dejó de seducirme. Es como cuando pasas junto a un accidente de autos y sabes que no debes voltear pero te es inevitable.
El vértigo del suspenso, la carcajada colectiva y liberadora después del grito, el estar al borde de un colapso nervioso aunque sea por las razones más tontas y trilladas: la pareja que se besuquea sin sospechar que pronto serán atravesados por un hacha, la sonsa que baja a indagar lo que pasa en el sótano, el bendito auto que no prende. Pero la fórmula funciona y el resultado es una industria millonaria y en sano crecimiento.
Por eso, cuando aparece una buena película de terror en cartelera me provoca siempre verla a pesar del riesgo de pasar varias noches en vela. Me enteré de Un lugar en silencio (A Quiet Place) por una entrevista a su director/protagonista (John Krasinski) y la coprotagonista (Emily Blunt), pareja de esposos en la vida real.
Ambos conversaban en The Graham Norton Show sobre el primer trabajo de dirección de Krasinski y del reto que había significado la producción y realización, así como de su relación con el cine de horror (no muy distinta a la mía, por cierto, con la diferencia de que el ex chico bueno de The Office se obsesionó tanto con el género que ya se vio hasta los filmes más escalofriantes y gores).
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Su película ha sido un éxito de taquilla y crítica: va recaudando alrededor de US$135 millones (costó 17 millones) y en Rotten Tomatoes está certificada como tomate fresco y muy saludable: 95% de aprobación y 100% en la sección de los críticos más influyentes.
¿Qué la hace tan efectiva? Primero, una buena historia, que a diferencia de la mayoría de películas de terror, hace que de verdad quieras y te importen sus protagonistas: una familia, los Abbotts -papá, mamá, hijo nerviosín y temeroso, hija sordomuda valiente y vivaracha, hijo menor dulce aunque de reflejos un poco lentos, y más adelante un recién nacido al que hay que esconder en un pequeño sarcófago para ahogar su llanto- intenta sobrevivir en un futuro cercano y apocalíptico.
El único refugio posible es el silencio. El mal, con forma muy parecida al mostrenco horripilante de Stranger Things, se activa (y es brutalmente letal) con una palabra, el sonido de un objeto rompiéndose o la sirena de un avión de juguete a pilas.
Por eso, casi toda la película transcurre en silencio (con un extraordinario acompañamiento musical), y es precisamente el silencio el componente dramático más importante. Desde el inicio vemos a los protagonistas caminar descalzos con el cuidado de un gato o hablar en lenguaje de señas. De hecho, el gesto de ponerse el dedo índice sobre la boca pasa de ser una simple advertencia a convertirse en la antesala del espanto.
Por su parte, la realización es impecable: las actuaciones son admirables y la cinematografía está muy bien diseñada, con una cámara nerviosa que sigue a los protagonistas y va descubriendo los pequeños detalles que irán deshilvanando la trama. La dosificación del suspenso recuerda al Spielberg de Tiburón. No hay efectismos. Solo un verdadero equilibrio entre tensión y susto.
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