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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger
No es muy normal ponerse a llorar al ver a dos caballos dibujados conversando en la tele. Pero BoJack Horseman lo consigue. Creada por Raphael Bob-Waksberg, la serie animada de Netflix que ya tiene cuatro temporadas es oscura y seca, con algunas pausas disparatadas que funcionan como comic relief cuando el humor se hace muy negro o el existencialismo empieza a desbordar.
BoJack (Will Arnett), un caballo que es actor y millonario, intenta reinsertarse en el showbiz luego de protagonizar su único éxito televisivo: Horsin’around, una sitcom en la que un caballo adopta a tres niños humanos. Pero BoJack no está solo. O mejor dicho, no solo él está solo, porque la serie trata sobre personas y animales solitarios que viven en Hollywoo -la D desapareció en una de sus tantas borracheras-. Entre su pandilla de desadaptados están Princess Carolyn (Amy Sedaris), una gata sexy y cuarentona, que es su agente y examante; Todd Chávez (Aaron Paul), el flacuchento roomie de BoJack que no paga la renta, duerme en su sofá y siempre termina protagonizando las más absurdas aventuras; Diane Nguyen (Alison Brie), su amor platónico, una joven escritora a la que alguien describe como la versión asiática de Daria; y Mr. Peanutbutter (Paul F. Tompkins), esposo de Diane y único personaje que es feliz todo el tiempo porque, bueno, es un perro labrador.
BoJack es un tipo egocéntrico y amargado por solo haber conseguido un éxito en su carrera. Tiene además una relación larga con la bebida y constantes coqueteos con todo tipo de drogas. Su tristeza e insatisfacción se esconden detrás de su cinismo, en un hueco profundísimo que llega hasta su infancia, al niño maltratado diariamente por sus padres. Aun así, es un sujeto encantador, con el que siempre es divertido pasar el rato y que cuando se deja, puede llegar a abrirte el corazón.
El problema es que BoJack es finalmente y, sobre todo, un caballo. Y en ese pequeño detalle, que en tantos otros dibujos funciona como elemento decorativo, la serie plantea más bien una pregunta fulminante: ¿Hasta qué punto podemos escapar de nuestra propia naturaleza? ¿Qué tan escrito está todo en nuestra genética? Así como un labrador siempre encontrará motivos para entusiasmarse, también los humanos deberíamos reconocer y aceptar nuestra naturaleza animal en vez de combatirla y negarla sistemáticamente.
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Hay una escena hermosísima en la que BoJack, luego de una serie de desgraciados acontecimientos, se escapa de todo en una especie de road trip. En el camino escucha el ruido galopante de una manada que se aproxima. Al asomarse por el precipicio los ve pasar: caballos salvajes que corren juntos sin mirar atrás. Por un segundo parece que va a dejarlo todo para ir detrás de ellos. Pero justo cuando está tomando impulso suena su celular y entonces recuerda que es un caballo-hombre domesticado. Y se decide: de vuelta a la insatisfacción de querer ser su mejor versión todo el tiempo.
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