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Chiara Roggero, la escritora peruana nos cuenta qué piensa del verano

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Por Chiara Roggero

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Me gusta el verano porque, durante tres meses, lo único que pongo en mis pies es un par de slaps fucsias (detesto la palabra sayonara, perdonen la huachafería). Me gusta el verano porque la mañana es tan luminosa que niega cualquier posibilidad de modorra. Me gusta el verano porque al meterme al mar, siento como si me estuvieran bautizando o limpiando de algún pecado. Me gusta el verano porque el helado de limón no sabe a limón, porque el sánguche de pollo viene con apio y cuantiosas papitas al hilo; porque aunque yo no coma choritos, me encanta la chalaca.

Me gusta la sensación de acabar con la travesía del infierno de la avenida Huaylas y sentir los saltos que da el auto, en esos montículos que existen en la carretera rugosa, junto a los pantanos de Villa. Me gustan cómo se ven las sombrillas, piscinas y pelotas de plástico, apiladas como libros fosforescentes, en los puestos de Conchán. Me gustan las vendedoras de higos y sus bolsas rosadas o celestes amarradas en los palos de sus quioscos improvisados. Me gusta ver cómo se revuelcan con las olas las señoras despistadas; cómo se baña una pareja de enamorados, agarrados de las manos, uno frente a otro, agachando las cuatro letras para rozar el agua (como si mojarse el culo bastara para decir que uno ya se bañó en el mar).

Me gusta el sonido de las cornetas gangosas de los heladeros, me hacen sentir niña de nuevo. Me gusta ver a los padres haciendo huecos en la arena con sus hijos, desapareciendo uno de sus brazos en aquellos túneles verticales que podrían llegar hasta Japón. Me gustan los jugadores de paleta que lo dejan todo con tal de ganar un partido que solo a ellos les importa. Me gusta cómo gritan con amabilidad ‘¡Bolita!’ cuando la pelota se les escapa.

Me gusta cruzarme con hombres tan dignos que se animan a las ropa-de-baños narizonas, aunque no todos cuenten con grandes ‘narices’ que mostrar. Me gusta sacudir mi toalla y echarla sobre la arena sin ninguna arruga, sin un grano de arena (aunque sepa que su permanencia apenas alcance los segundos).

Me gustan los perros que se escabullen de los serenazgos para darse el chapuzón prohibido. Me gusta leer en la playa y parecer culta. Me gusta cuando me quedo dormida con la boca abierta por hacerme la que leo en la playa. Me gusta meter los pies en la arena caliente, agarrar una pluma y escribir en la orilla, mi nombre o el suyo. Me gusta voltear una malagua varada con algún palo encontrado; me gustan las cuevas en los cerros, correr hacia las gaviotas y preguntarme, una vez más, ‘¿cómo se sentirá volar?’. Me gusta ver el sol esconderse pasadas las seis de la tarde, las nubes teñidas de violeta y naranja, encontrarme con algún músico que se animó a bajar la guitarra a la playa.

Me gusta el verano, mucho me gusta, pero lo que más me gusta de él es el preciso instante en el que vuelvo a la ciudad, a mi casa, a mis cosas, para ser más Chiara que nunca: aquella que adora sin restricciones ni pudor, el hermoso y grisáceo invierno.

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