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La felicidad congelada (OPINIÓN)

Verónica Klingenberger

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Nadie hace documentales como Werner Herzog y de repente por eso esta es la tercera o cuarta columna que escribo sobre ellos. El cineasta alemán ha sido siempre un explorador de lo extremo. De su mano hemos visto a Klaus Kinski enloquecer de ira sobre un escenario, hemos entrado a la cueva de Chauvet para descubrir las primeras obras de arte de la humanidad, hemos conocido la locura de un hombre que se creyó inmune a los osos hasta que fue devorado por uno de ellos, hemos convivido con los complejos habitantes de la Antártida.

El interés de Herzog siempre ha sido radical, siempre fascinado por el poder brutal de la naturaleza (‘un asesinato abrumador y colectivo’, como la describe en otro documental que narra la filmación de Fitzcarraldo en la selva peruana) y los esfuerzos del hombre por sobrevivirla. En Gente feliz: un año en taiga, codirigida por Dmitry Vasyukov (el metraje original de la película es del programa de TV que dirigió el ruso), la travesía se da en un territorio que parece olvidado por el hombre: la taiga siberiana junto al río Yeniséi, una ‘masa de tierra colosal que mide una vez y medio el territorio de Estados Unidos’, según narra Herzog al inicio de la película, con ese inglés tan alemán que ya es parte de su marca registrada.

La película sigue los pasos de un trampero (cazador que coloca trampas) del pueblo de Bakhtia, habitado por 300 personas, completamente desconectado de la civilización: solo se llega en helicóptero o en bote, durante los meses de verano; no hay agua potable, teléfono, ni posta médica. Un pueblo como los miles que también existen en el Perú, excepto que los rusos tienen motos de nieve (cualquier otra forma de transporte sería un error) y casacas especiales para el frío, aunque ese sea el único toque de modernidad de sus vidas. Este viaje hipnótico que, por alguna extraña razón, funciona también como terapia de relajación (tuve que combatir el sueño por el estado de tranquilidad al que llegué, nada que ver con el aburrimiento), atraviesa las cuatro estaciones del año.

Los hombres y mujeres que vemos parecen congelados en otro tiempo y no descansan nunca: talan árboles, crean e instalan trampas, pescan, construyen refugios, almacenan los animales que cazan, cocinan, dan de comer a sus perros, sacan la nieve de sus techos, producen esquíes de madera, duermen y despiertan para volver a lo mismo, día tras día. ‘Viven de la tierra y son autosuficientes, verdaderamente libres’, narra Herzog. ‘No hay reglas, ni impuestos, ni gobierno, ni leyes, ni burocracia, ni teléfonos ni radio, equipados solo con sus valores individuales y sus propias normas de conducta’. Por eso, la felicidad a la que apunta el título. Para Herzog, una vida simple, honesta y responsable es sinónimo de una vida feliz, aunque claro, en la hora y media que dura el documental no veamos el otro lado la historia: nadie se enferma, por ejemplo.

Ciertamente, los habitantes de Bakhtia parecen darle la razón, de una manera calmada y silenciosa, eventualmente sazonada por alguna copita de vodka. Son personas que viven del trabajo y la tradición, gente que ha heredado un oficio y que luego de miles de años de práctica, ha desarrollado una destreza admirable. Otro ingrediente de la felicidad es la soledad. La mayor parte del año, los tramperos viven completamente solos, acompañados únicamente de sus perros, de quienes dependen para hacer un buen trabajo (‘un cazador no puede cazar sin un perro’, dice uno de ellos) y en quienes vuelcan todo su afecto sin llegar a tratarlos como mascotas: los perros siempre duermen fuera del refugio y para volver a casa deben correr más de 100 kilómetros detrás de sus amos. En algún otro punto de la historia, Herzog compara a los protagonistas de su relato con el primer hombre de una Era del Hielo distante. Entonces es imposible no preguntarse qué hemos perdido en tantos años de civilización.

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