Por: Verónica Klingenberger
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Irene Adler tiene razón. No hay nada más sexy que la inteligencia. Adler es una dominatrix que solo pudo ser doblegada por -elemental, querido lector- Sherlock Holmes en su nueva versión, la serie más exitosa de la televisión inglesa de la última década: Sherlock. El detective más famoso de todos los tiempos fue resucitado con gran estilo por Steven Moffat y Mark Gatiss en el 2010 y hace solo unas semanas, en enero de este año, la tercera temporada se estrenó en Netflix con resultados abrumadores: una audiencia de tres millones de espectadores en China y una teoría sobre el nuevo caso en cada diario de Gran Bretaña. Así de alta es esta fiebre.
La serie toma las historias originales escritas por Conan Doyle (muchos de los casos son los mismos) y mantiene algunos toques literarios (el vestuario, las locaciones), pero la resolución de cada misterio, la construcción de los personajes, la modernización de los métodos de investigación (a diferencia de otras adaptaciones, este Sherlock usa toda la tecnología disponible y muchos, muchos microscopios) y sobre todo el tono y los diálogos de cada episodio (cada uno dura 90 minutos y cada temporada cuenta con tres episodios) han hecho que Sherlock se convierta en un éxito mundial.
Ayuda también que el personaje de Holmes siempre haya sido un sex symbol y no debido a su sombrerito, sino más bien a lo que lo sostiene. ¿Qué puede ser más sexy que un hombre brillante y pedante, que no tiene tiempo para el romance y que hace que hasta el peor de los insultos suene a flirteo? Benedict Cumberbatch, el actor que interpreta a Sherlock, es además un hombre extrañamente atractivo: pálido, alto, delgado, con rasgos muy marcados. Su interpretación lo ha llevado a tener millones de admiradoras. Si eres una de ellas te harás llamar una ‘Cumberbitch’.
El humor de Sherlock y sus vicios más mundanos -su adicción a la cocaína en los libros y al tabaco en la serie de TV (el muy junkie se llega a poner tres parches de nicotina juntos)- también son un componente importante en la fórmula del éxito. Pero este Sherlock moderno es algo más que un Dr. House con sobretodo y una buena afeitada. Y su atractivo va más allá de poder leerte en solo unos segundos: escanea a las personas con la mirada y es como si en su mente hubiera todo un equipo tipo CSI que deducirá todo sobre el pobre sujeto y su miseria a partir de, por ejemplo, una pelusa de gato pegada a su pantalón.
Sherlock se describe a sí mismo como un sociópata y considera que las emociones son el peor enemigo del razonamiento. Pero tiene un amigo: el Dr. Watson, interpretado por Martin Freeman (sí, el hobbit). Y es la química que existe entre los dos lo que enciende a la audiencia y a la crítica, y sobre todo, al cerebro de Sherlock. ‘Algunas personas que no son genios tienen la impresionante habilidad de estimular a otros’, le dice en un episodio, a manera de extraño cumplido. Sí. Sherlock es muy listo. Y le gusta tratar mal a quien más quiere. Pero en el fondo es un buen chico. Y nadie lo sabe más que Watson. Un ‘bromance’ con olor a té y fondo de papel colomural inglés.