Jorge Tuñón , profesor de la Universidad Carlos III y colaborador de OBS Business School
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Mientras se eleva el número de contagios y el de fallecidos, a la vez que los gobiernos y las instituciones comienzan a reaccionar, comenzamos a entender el profundo alcance primero sanitario y después psicológico, político y económico del coronavirus o COVID-19. No debemos engañarnos: el precio que debemos pagar por vencer al virus será muy alto, en vidas, angustia y en términos económicos. De hecho, el confinamiento masivo al que nos vemos abocados, prácticamente a escala global, supone reducir prácticamente a mínimos la actividad económica, lo que tendrá efectos muy negativos. Las empresas apenas producirán bienes y servicios, una buena parte de los trabajadores no podrá teletrabajar (incluso algunos serán despedidos) ni consumir y se deberá aumentar el gasto sanitario, muy mermado por las privatizaciones de la última década.
Todo lo anterior lo confirma el propio Fondo Monetario Internacional (FMI) para el que «las perturbaciones temporales sobre las cadenas de suministro, el comercio, el turismo y el consumo interno ralentizarán aún más el crecimiento en 2020». Ni que decir tiene que el Producto Interior Bruto (PIB) español en 2020 crecerá bastante menos del 1,6 % previsto antes del contagio, bien decrecerá; si como pronostican por el momento muchos de los expertos, la recesión está garantizada. Es por ello por lo que se pedían políticas fiscales con carácter extraordinario y temporal que protegiesen a la población y mitigasen el golpe económico de la pandemia. No ha hecho oídos sordos la Moncloa, que el mismo 17 de marzo de 2020 anunció, entre otras medidas, la movilización excepcional de 200 000 millones de euros para la ayudar a paliar la crisis (cerca del 20 % del PIB).
España ya no es la que era hace solo una semana. El país está confinado en casa. Casi 10 millones de estudiantes no acuden a las aulas, ni los taxis ni los hoteles tienen apenas clientes, la mayor parte de los comercios están cerrados, al igual que los bares y los restaurantes. Se han suprimido eventos trascendentales como el Mobile World Congress de Barcelona (unos 500 millones de euros y más de 14.000 millones de euros perdidos), las Fallas en Valencia (se estiman en 700 millones de euros las pérdidas económicas derivadas de su cancelación), la Semana Santa o, incluso, las competiciones deportivas. Todo ello, tendrá un especial impacto para un país reconocido como potencia mundial en calidad tanto de organizador de eventos como de destino turístico. Precisamente, el sector turístico (un 14 % del total de la economía nacional) prevé ya una temporada desastrosa, por cuanto parece inevitable que la actual crisis se prolongue durante el periodo de Pascua y veremos cómo afecta a la temporada estival.
El estado de alarma restringe la movilidad y el ocio (cancelación de cines y teatros), lo que supone consecuencias sociales para la población, pero también económicas para el país. Planean ahora los nuevos ERTES, que son ERES temporales, por el excedente de trabajadores en un mercado a medio gas, donde el consumo se ha desplomado en ciertos sectores poco indicados para el teletrabajo. La economía española contiene el aliento esperando que pase la crisis del COVID-19, pero mientras tanto la bolsa se desploma y ya ha caído entre un 25 % y 30 % desde el inicio del 2020. Además, tanto para PYMES como para autónomos la evaporación del consumo y la falta de liquidez puede llevar directamente a la quiebra. El Gobierno acordó por eso una demora de pago de ciertos impuestos (sociedades, IVA e IRPF) en unas medidas orientadas a inyectar unos 14 000 millones de euros a la economía española. Además, el martes 17 el propio Gobierno anunció un paquete de medidas económicas suplementarias y excepcionales que alcanzarán los 200 000 millones de euros «para que nadie se quede atrás y paliar los efectos de la crisis» tras arduas discusiones dentro de la coalición entre aquellos más austeros o restrictivos y los más expansionistas en materia de gasto.
Las oficinas sin empleados es otra de las realidades sobrevenida por el COVID-19, para un país que nunca había apostado por el teletrabajo. Sin embargo, la pandemia ha obligado a muchas empresas (en los sectores en los que ha sido posible) a apostar por esta modalidad no presencial para prevenir los contagios y garantizar la continuidad en la prestación de los servicios en ocasiones esenciales para la propia economía, como los pagos digitales. Otra decisión drástica ha sido la suspensión de clases, desde la guardería hasta la universidad. Sin embargo, ello trae consecuencias aparejadas. ¿Quién se hace cargo, sobre todo, de los más pequeños de esos estudiantes? Ya que los abuelos suponen una población de riesgo, deben ser los padres, en el caso de que su sector y su empresa permita el teletrabajo. En caso contrario, la situación se complica: bien menores desatendidos, bien progenitores utilizando las vacaciones o perdiendo sus trabajos a la espera de las prometidas ayudas gubernamentales, algo que evidentemente profundizará la brecha entre clases sociales con recursos para conciliar y los más desfavorecidos. Y ello en el mejor de los casos, cuando no se hayan decretado ERTES por la falta de necesidad de servicios colaterales a la educación (asistentes, monitores, servicios de comedor, limpieza, actividades extraescolares, etc.). Cierto es que alguna de las consecuencias podrá paliarse con la nueva inyección de dinero público, pero algunas estimaciones ya prevén hasta un millón de nuevos parados, lo que lastraría una buena parte de la creación de empleo tras la anterior crisis.
Ni que decir tiene que a la luz de los acontecimientos y a posteriori (siempre más sencillo) entre las lecciones aprendidas de la presente crisis debemos resaltar: la necesidad de reaccionar antes; evitar infravalorar los riesgos; o la reflexión acerca de las graves consecuencias económicas de la progresiva privatización de la sanidad en España y la falta de respuesta actual (al contrario de lo que sucede en Alemania, donde se realizan test a todos los posibles afectados desde el inicio de la crisis y existe el doble de camas disponibles por cada mil habitantes, lo que se ha reflejado en curvas muy diferentes tanto de contagios como de fallecidos).
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¿La solución macroeconómica? Una moratoria en pago de hipotecas e impuestos y el Banco Central Europeo en coordinación con los estados inyectando liquidez a la mayor brevedad posible (hasta 200 000 millones de euros en el caso español). Se trata de una situación excepcional que debiera ser resuelta sin que, como en 2008, los más débiles y vulnerables salgan todavía más perjudicados. Por ello, en materia de empleo bien podría apostarse por la flexibilización para empresas y trabajadores (teletrabajo cuando sea posible y reducción jornada laboral en lugar de despidos mientras dure la crisis). Dando por descontada la recesión prácticamente asegurada para 2020, sería conveniente que las políticas de austeridad no lastrasen también la economía a partir de 2021, consolidando así el ciclo económico.
Tras el decreto del estado de alarma y la restricción de movimientos del pasado fin de semana, España se cierra para contener al virus y evitar colapsar la sanidad. Serán quince días en principio y algunas semanas más, prevemos después. Un tiempo de graves consecuencias económicas que también debe servir para replantearse en términos de oportunidad, tanto la gestión de la crisis como la de nuestras propias vidas ordinarias. Las virtudes de la digitalización del trabajo, su impacto materia de conciliación laboral, la distinción entre sectores «digitalizables», pero también las consecuencias de la digitalización de nuestro ocio que, por unas semanas, nos ayudará a sobrellevar el confinamiento, pero que a la larga nos amenaza con confinarnos socialmente. Algo habremos ganado, si cuando pase todo esto, fuésemos capaces de apreciar en su justa medida un paseo, un café en un bar, el saludo del vecino o incluso algo ahora tan prohibido como un fuerte abrazo.
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