Podría culpar a la lluvia. Cuando detuvieron el partido y luego techaron la Centre Court, alguien vaticinó la remontada de Federer y el regreso del mejor tenista de la historia al número uno del ranking mundial. A todos parecía emocionarles la idea. ‘Su majestad’ repetían, como quien sabe que apuesta por el mejor y confunde ese envite con algún tipo de mímesis. Andy Murray había ganado el primer set, pero a partir del segundo sus errores no forzados empezaban a impacientarlo. Un raquetazo se estrellaba contra la hierba. Su frustración, su impaciencia, sus ganas de romper un maleficio no pudieron contra un Federer perfecto, imbatible. Y después de la derrota, el llanto inconsolable. Llora Murray, llora su novia, llora su madre, lloro yo. Siempre me ha sido fácil reconocerme en el perdedor y Murray es uno de mis favoritos.
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La forma de jugar al tenis del número 4 del ranking ATP, a la defensiva, esperando los errores de sus rivales y sorprendiendo con un juego de fondo fulminante e inesperado, no genera la misma devoción que el genio de Federer, la firmeza de Djokovic o el vigor de Nadal. Pero algo en Murray ha hecho que el tenis vuelva a ser el deporte cool de los tiempos de Björn Borg. Furioso, apasionado, honesto, es como un McEnroe británico que se atreve a hacer un chiste (‘I’m getting closer’) en la derrota para provocarse la risa él mismo en medio del llanto. De fondo, aplausos británicos.
Es fácil identificarse con Murray. Hay algo mundano y cercano en él, casi dramático. Y no es que naciera con la rótula bipartita (lo que le genera molestias y dolor a lo largo del año ATP) ni que sobreviviera a la masacre de Dunblane, el asesinato masivo de niños más trágico del Reino Unido (del que sobrevivió escondiéndose bajo una mesa junto a su hermano). Es algo que tiene que ver con un chico de 25 años que todavía sueña con ser el mejor tenista del mundo.
El 12 de julio, el Daily Mail hizo una comparación fotográfica que explica mejor lo que intento decir: en la parte de arriba del diario se veía a los Federer disfrutar del sol en un yate en Cerdeña, lejanos, perfectos, intocables. Abajo, una postal menos grata mostraba a un chico en jeans, que protegía su cabeza con la capucha de su casaca adidas y caminaba apurado bajo la lluvia londinense luego de comprar su almuerzo en Whole Foods.