Culturales

‘El vuelo de Susana’, por Verónica Klingeberger

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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger

Hay gente que nace para nunca envejecer. Susana es una de ellas. Desde que la conocí, tuve la sospecha de que era una vampira que había succionado mil vidas. Su sensibilidad y sabiduría parecían venir de muy lejos, de muchos años atrás. Pero su curiosidad y receptividad eran más bien las de un alienígena recién aterrizado. Sí, había algo de Bowie en ella.

Susana Perrottet es una de las mejores artistas peruanas. Su obra, como la de los grandes, terminará reconociéndose con el paso de los años y con la calma de los enamoramientos que duran para siempre. La primera vez que vi su trabajo, lloré. Nunca me había pasado eso con ningún otro artista, y la experiencia me resultó algo vergonzosa porque me pasó delante de ella.

Era la primera vez que la visitaba en su departamento de Barranco. Recuerdo el espacio como si fuera un pequeño templo japonés: con su tatami, sus papeles manchados de tinta, y una que otra foto pegada por ahí (sobre todo la obra Suzy, donde ella y su bisabuela posaban como si fueran la misma persona). Como a mí, el exceso de luz era algo que también le molestaba (siempre renegábamos y nos reíamos de Lima y su luz de pollería), por lo que la iluminación de su espacio era tenue y cálida. En su computadora, Susana me mostró dos de sus trabajos animados más potentes: Percepción (2010) y Visión Compartida (2011). El primero es un ejercicio de asombro, una recolección de experiencias paranormales ajenas registradas, dibujadas y animadas por ella. El segundo es un estudio del espacio y la memoria de los que lo habitaron. Cuando vi a su abuelita dibujarse sobre el cementerio donde descansan sus restos, no pude evitar que ese nudo en la garganta se diluyera en lágrimas.

Luego de ese episodio, devoré toda su obra y comprobé lo mágica y sutil que es. En cada pieza se puede percibir su maravillamiento ante la vida, su temprana obsesión por el trance hacia la muerte, o hacia otras formas de vida, ante lo inexplicable, la existencia de otros mundos, de dimensiones paralelas. El respeto ante el pensamiento mágico o la fascinación por él. Porque Susana era peruana, pero también suiza. Y pasaba de un mundo a otro, de Maranga a Zurich, con la misma elegancia con la que movía sus manos o dibujaba tu nombre y te lo regalaba por tu cumpleaños.

“Los pájaros vuelan diferente que los hombres”, uno de los dibujos de Susana Perrottet”.

La conexión fue inmediata. Y así, de la admiración surgió la amistad y la convivencia casi diaria. Junto con Leslie, mi novia -compartían taller y puedo jurar que se leían la mente y el corazón-, compartimos nuestra templadera hacia Joey Ramone, Alison Bechdel y Lita Ford, cantamos baladas ochenteras en karaokes aterciopelados de la calle Berlín, atravesamos la ciudad para zambullirnos en la mejor sopa Ramen o nos atrevimos a flotar en submundos decadentes y llenos de vida en Lima o Buenos Aires.

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Susana dejó su cuerpo hace una semana, en Zurich, el mismo día que empezó la primavera. Hay pruebas de que lo hizo con una sonrisa y de que antes del viaje se despidió de los más queridos. Se fue de este mundo con el mismo desprendimiento y gracia con el que lo vivió y estoy convencida de que antes de irse logró colarse dentro de todos los que la amamos de verdad. Ahora solo nos queda decorar el hueco que nos dejó en el pecho como nos enseñó a hacerlo en Sueñografías, el libro que complementa Percepción: embelleciéndolo con una plantita, una lamparita, una plumita. Y repetirle al oído lo que una vez nos juró escuchar del fantasma del taller: no nos dejes.

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