*POR VERÓNICA KLINGENBERGER**Periodista*«*@vklingenberger*»:https://twitter.com/vklingenberger
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La salud se ha convertido en una obsesión. Y no es por gusto. Queremos vivir más y mejor. Ya sabes, eso de los 30 son los nuevos 20, los 40 los nuevos 30 y los 50 los nuevos 40. El objetivo es que el viaje nos dure el mayor tiempo posible y que nos despidamos de este mundo con una apacible sonrisa durante una siesta de verano. O algo así.
Muchos estudios científicos que buscan probar esto o aquello son financiados por distintos lobbies de la industria alimenticia. Las noticias que leemos son solo el rebote de esos intereses. Por eso es tan confuso saber qué comer y beber hoy. Un día leemos sobre los beneficios del vino o la carne y al día siguiente sobre sus riesgos. Nos acostumbraron a creer que la leche de vaca era la fuente más importante de calcio y ahora resulta que todo era una farsa. Si a eso sumamos el temor infundado hacia los transgénicos por la millonaria industria de los orgánicos la cosa se pone aún más confusa.
Para colmo de males, las góndolas del supermercado se han convertido en estantes de ininteligibles tratados sobre nutrición. Leer una etiqueta es un verdadero reto. Primero, los compradores, generalmente cortos de tiempo, debemos interpretar tablas informativas sobre ingredientes, grasas, calorías y tamaño de las raciones y contrastar esos datos con las necesidades calóricas y de nutrición que necesita una persona diariamente. Y segundo, la industria alimentaria hace todo lo que puede para complicar aún más esa tarea: la información relevante sigue mostrándose detrás del producto y para algunos sigue siendo una tabla periódica que solo agudiza nuestra ansiedad de supermercado.
El presupuesto familiar y la penetración de la marca en el mercado harán lo demás. Hasta hace poco, un consumidor común no tendría por qué haber sospechado de Pura Vida o Gloria, ni intuir que lejos de campos verdes y robustas vacas, la mala leche era el ingrediente más importante para sus dueños. Lo más triste es que en unas semanas, nadie se acordará del tema.
Pero este problema y el debate que genera cada cierto tiempo no solo ocurre a nivel nacional. Todos los países se enfrentan un poco a lo mismo, sin una solución muy clara, aunque hay algunas propuestas interesantes. Por ejemplo, el Instituto de Medicina de EE.UU. recomendó en el 2011 un sistema de etiquetado para el frente de los productos que resolvía bastante bien las cosas: basándose en un extenso estudio de los hábitos del consumidor, las etiquetas deberían mostrar el número de calorías por porción y añadir una marca adicional de 1 a 3 puntos -estrellas o vistos- mostrando qué tan bien encaja dicho alimento en las recomendaciones dietéticas. Los productos ganarían un punto de acuerdo a que tan aceptable sea su nivel de grasas trans o saturadas, sodio o azúcares añadidos. Los productos que sobrepasen el límite designado simplemente no se ganarán su estrella. No tan lejos, en Chile, el Ministerio de Salud ha puesto las reglas bien claras: información en altas y en fácil como los sellos de advertencia tipo ‘ALTO EN’ sodio, grasas saturadas o azúcares, cuando los alimentos superan los límites establecidos por el MINSAL. Además, el Estado prohíbe su publicidad y su promoción y venta en las escuelas públicas.
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En el Perú, donde el 63% de la población entre 30 y 59 años es obesa y al menos 240 mil niños sufren de desnutrición crónica, el problema es el mismo desde hace años: el único que manda es el MEF. Y quien manda al MEF son las mismas industrias millonarias a las que lo último que les importa es nuestra salud.
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