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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger
Hace unos días veía una noticia que me recordaba nuevamente que el Perú es un país de improvisados. La noticia mostraba cómo estaban por esta época las encuestas en las elecciones del 2011. Me sorprendió ver a Alejandro Toledo encabezando la intención de voto (nadie imaginaba en lo que terminaría convirtiéndose), unos 10 puntos más abajo, Keiko Fujimori, y en tercer lugar Castañeda Lossio (lo cual hizo que sufriera una premonición pesadillesca: el Mudo se lanzará nuevamente a la presidencia y que el señor y todos los santos nos protejan de tan funesto destino). Hace cinco años, el presidente Humala ocupaba el cuarto lugar.
Nada es previsible en el Perú. Pero de la foto actual hay dos ideas que resaltan. Por un lado, la más nefasta, es que a solo seis semanas de las elecciones el fujimorismo siga ocupando el primer puesto en la intención de voto (aunque vaya bajando, nada me quita el disgusto). Increíble que a estas alturas debamos seguir discutiendo sobre el tema, pero por otro lado es el típico legado de las dictaduras. En España abundan los franquistas, en Chile los pinochetistas. Y la ceguera no solo la sufren los más pobres. En casi todas las familias de clase media y alta, donde uno esperaría encontrar a personas más informadas y educadas, siempre habrá un padre o madre, una abuela o en el mejor de los casos un tío que se mande con un ‘sin Fujimori seguiría el terrorismo’, ‘no hay que culpar a los hijos de los crímenes de los padres’ o alguna que otra lamentable afirmación por el estilo. El fujimorismo es casi una religión, no bastarán todas las pruebas que tengamos a la mano para demostrarles que su dios está preso por criminal y que su hija es la heredera de la mafia que representa con tanto orgullo. Allá ellos.
El otro lado es más esperanzador y tiene que ver con la caída de dos políticos peligrosísimos (Acuña y García) y la aparición de nuevas opciones, infinitamente mejores que el trío de espadas Acuña, Fujimori y García: Julio Guzmán, el candidato de los jóvenes, el más enérgico de todos, más allá de un par de contradicciones perdonables para un neófito en esas ligas. Guzmán no me genera ninguna sospecha preocupante, a pesar de sus tics nerviosos, que debo confesar, me conmueven un poco. Sí creo, por otro lado, que de los nuevos, es el que más representa el continuismo. Verónika Mendoza y Alfredo Barnechea me entusiasman un poco más. La primera, por corajuda y honesta, y por ser la única que tiene una voz firme en temas de derechos humanos a pesar de que sepa que con eso no ganará más votos. Ojalá se sacuda de Cuba y Venezuela y del extremo rojo más obtuso y terco. Barnechea tiene las ideas más sólidas que he escuchado en esta campaña, un gran conocimiento del país y de las fortalezas de cada región, y ese estilo flemático y casi pedagógico de enfrentarse a la prensa. Le juegan en contra la fama de vago (en el Perú no importa cuántos libros hayas escrito ni leído, si no marcas tarjeta te calificarán de ocioso) y los mocasines de pituco ochentero. A fin de cuentas, bobadas.
Ojalá esos tres sigan subiendo y ojalá el Perú siga produciendo políticos nuevos, de todas las edades. Veremos hasta dónde llega el entusiasmo. Todo dependerá de que desaparezcan del mapa los Fujimori, los Castañeda, los Acuña, los García y todos los chupes y delincuentes que estos acarrean. Pero al menos soplan nuevos vientos y eso siempre es refrescante para un febrero infernal.