VERÓNICA KLINGENBERGER
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Uno nunca espera volver a las ciudades a las que llegó casi por inercia. La primera vez, Estocolmo duró cinco días y de esas cuatro noches ya casi pasaron 12 meses. Escribí algo sobre ese viaje, porque me impactaron, como a todos los que pisan esta ciudad, el civismo sueco y el alto nivel de sus políticas de Estado, además, claro, de la belleza natural de sus habitantes y de su refinado gusto al vestir. Si vienes a Suecia evita los espejos, solo harán que te sientas como un hobbit desorbitado que necesita, con urgencia, un nuevo par de zapatos. Recuerdo haber mencionado, por ejemplo, que de tanto reciclar, los suecos se han quedado sin basura y que no les queda otra que importar desechos de Noruega para utilizarlos en sus plantas de tratamiento. También que es uno de los países más educados del mundo. Y estoy convencida de que en esa oración están las razones de todo lo bueno que ha logrado Suecia hasta hoy.
El gasto sueco en educación es el más elevado de los países occidentales y llega al 7,3% del PIB. La educación es pública, gratuita y de calidad. Para muchos, el secreto viene de haberse mantenido en paz como país durante casi dos siglos. Mientras Europa se agarraba a mazazos, los suecos se hacían los suecos y se concentraban en sus propios asuntos. Por eso, antes de que la enseñanza primaria se hiciera obligatoria en 1842, casi todo sus habitantes, la mayoría de ellos campesinos, ya sabían leer. Luego vino el desarrollo industrial y gracias a él un mayor número de personas pudo acceder a una mejor educación. Creció el número de escuelas y estudiantes, se incorporó a la mujer en las universidades, etc. En solo cincuenta años Suecia pasó de ser un país relativamente pobre a convertirse, en 1970, en uno de los tres países más ricos del mundo.
De repente por eso, por estar todos tan bien educados, los suecos solo están obligados a trabajar seis horas al día. Sí, una de las políticas más recientes y celebradas por todos los hueveros del mundo. Pero no te equivoques. La medida consiste en rendir lo mismo o más en menos tiempo. Solo debes concentrarte más, evitar reuniones inútiles y despedir a todos los gerentes de Recursos Humanos que organicen ridículas actividades en pro de la integración y el Great Place to Work. Ser un workaholic está mal visto en Suecia. Los ‘ocupaditos’ acá no asombran a nadie. Al contrario, son percibidos como personas que no valoran su tiempo con la familia o con los amigos. Además, si todo el día trabajas, ¿en qué momento enriqueces tus conocimientos? Y las maravillas no acaban. Si tienes un hijo, y eres la madre o (atención) el padre, recibirás del Estado un monto X de dinero, de acuerdo a tus ingresos -que por cierto, en Suecia, no se diferencian tanto, en fácil: todo empleo es bien remunerado- y podrás obtener una licencia de trabajo por el tiempo que consideres necesario. Sí, se dieron cuenta de algo tan elemental como que la educación y el cuidado que pongas en tus hijos es la mejor inversión para el futuro de un país. Formar ciudadanos del primer mundo para que produzcan como el primer mundo está obligado a hacerlo.
Esta noche escribo desde Östermalm, uno de los barrios más poblados de Estocolmo, y el silencio es absoluto. Lo sentí apenas llegamos a casa la primera noche. La falta de ruido era tal que me preocupaba despertar a los vecinos al hacer crujir las maderas del piso cada vez que iba a la cocina para comprobar que no estábamos dentro de un catálogo de diseño interior. Increíble que otras 36,636 personas vivan en este barrio y uno pueda sentir como que acaba de internarse en el Sahara. Este debe ser el primer síntoma de civilización, pensé, el absoluto respeto por la privacidad y el descanso del otro.
El año pasado terminé mi repaso nórdico diciendo que, de seguro, de tanta perfección, los suecos debían terminar por aburrirse de vez en cuando (lo de la alta tasa de suicidios es falso y Google puede ayudarte a desenmascarar esa falacia). Hoy estoy segura de que escribí eso por picona y envidiosa. Lo que aburre es leer siempre las mismas malas noticias y recordar que uno nació en un país en el que la educación es lo último que importa -el respeto en el Perú se gana con exhibir siempre dos cosas: plata y falsa moral-, y en el que el Estado simplemente nunca está.