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(Opinión) Ciudad ruido

VERÓNICA KLINGENBERGER

Sordera, hipertensión, cardiopatía, alteración del sueño, eyaculación precoz, vasoconstricción. Esos son solo algunos de los efectos de la contaminación sonora. Otros, los más comunes, son el estrés, la irritabilidad y el comportamiento antisocial. Vivimos encerrados en una caja de ruido constante donde coexisten las alarmas de los autos que nadie roba pero que nos arrebatan la calma y el sueño, las bocinas casi por cualquier motivo, los ladridos de perros enloquecidos y los taladros y combazos en estéreo de la construcción de al lado. Y aun cuando creas que la tarde está sosegada, detente un rato, escucha con atención, porque hasta el tímido zumbido de tu refrigeradora, el ronroneo del aire acondicionado o el constante murmullo de ese televisor encendido al que nadie presta atención son capaces de, por ejemplo, repercutir negativamente en el aprendizaje de tus hijos o intensificar esa incomprensible fatiga que sientes luego de lo que supuestamente fueron ocho horas de buen sueño.

Hace unos años, la USMP elaboró un mapa sonoro de Lima y advirtió que el nivel de ruido se había cuadruplicado en los últimos treinta años, mientras que las horas de descanso -esos oasis de silencio donde se supone que todos debemos dormir o leer o mirar el techo- disminuyeron, en promedio, de seis a ¡dos! horas. El estudio señaló además que uno de los problemas de la mayoría de limeños es que carece de una disposición para escuchar y discernir los sonidos, y que ese factor favorece la proliferación de más ruido que pasa desapercibido. La Organización Mundial de la Salud dice que los sonidos que superan los 70 decibelios resultan molestos y los que superan los 90 nos dañan física y mentalmente. El Centro de Lima o el Centro Empresarial de San Isidro superaban los 80 en dicho estudio.

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En ciudades como Copenhague, Portland o Puno se crean mapas acústicos para combatir el ruido. En Nueva York, la contaminación sonora ha propiciado la creación del Día Internacional de la Conciencia del Ruido.

El silencio es hoy casi un lujo sensorial en la mayoría de ciudades y uno solo puede encontrarlo en el spa o en alguno que otro templo religioso entre ceremonias. Lo cierto es que la gente que entiende y experimenta la gran carga positiva del silencio no ha hecho mucho para comunicar sus beneficios y fomentar una experiencia colectiva. Al silencio no solo se accede con la abstracción, el recogimiento y la meditación, sino también a través de la educación y la arquitectura. La planificación urbana en los países desarrollados involucra ese necesario escape sonoro al considerar algo tan simple como zonas comunes en la parte trasera de las construcciones. Esas zonas son delimitadas con plantas o árboles que disminuyen el ruido y que aportan a sus residentes una mejor calidad de vida. No hablemos de silencio absoluto, pero sí de escuchar el canto de un pájaro. La idea no es aquietar los espacios bulliciosos, sino crear espacios de sosiego.

Los beneficios son incontables pero quizás sea suficiente un dato límite: en situaciones de conflicto, las negociaciones que logran desenlaces pacíficos son las que incorporan largos lapsos de silencio. El recuerdo de la típica foto de la enfermera invitándonos a bajar la voz y cuidar el descanso de los enfermos me hace pensar solo en una cosa: la intrínseca relación entre silencio y cura. Yo creo que la hipocondría tenga nada que ver con los múltiples síntomas que escucho en cada esquina de una Lima al borde de la histeria.

¿Algún alcalde que sume eso a su agenda? Se podría empezar por multar los bocinazos, alarmas y las estupideces que se digan en tono muy alto.

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