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(Opinión) Una Postal Carioca

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Para subir al cielo hay que atravesar la jungla. El camino es tan verde y sinuoso que por momentos parece que nos deslizamos sobre una serpiente dormida. El conductor de la van vocifera algo en un portugués que siempre creo entender. Al final no entiendo nada. Por momentos, su forma de conducir me recuerda a las mulas apocalípticas de la constelación más nefasta del transporte limeño: Orión. Al llegar a la cima nos espera un Cristo de mirada calma y brazos abiertos. Alzar la vista nos hunde en un profundo vértigo que se hace más intenso por el efecto de las nubes que se deslizan detrás de él. Parece que el piadoso Cristo de 38 metros estuviera inclinándose hacia ti para que le reces algo al oído. Pero para ver el cielo deberás ignorarlo y mirar hacia abajo. Río de Janeiro es una ciudad monumental debido a su geografía. Playas de arena blanca y mar turquesa y montañas verdes envuelven una metrópolis que desde esta altura no se siente caótica ni violenta. Ni siquiera tan agotadoramente feliz. Es solo un pedazo hermoso del planeta que te quitará el aliento por un rato. La realidad se recupera con un trago de cerveza Antarctica helada. Es hora de bajar de las nubes. Si dices Río, te dirán ‘robo’.

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La advertencia se repite siempre, sobre todo si tienes intenciones de conocer el centro, Copacabana o Lapa. Hace una semana, decenas de adolescentes armados entraron en uno de los hoteles más exclusivos de la ciudad. Bajaron de Rocinha, la favela más grande y conocida. El hotel se llama Intercontinental y queda justo enfrente. Acá la miseria y el lujo se miran a la cara todos los días. Ahora hay hasta tours organizados que te llevan de paseo a las favelas. Los turistas llevan sombreros de safari y toman fotos de la pobreza. Si ofrecieran máscaras, me la pensaría (el pudor, a veces, es un don); pero difícil que alguien te convenza de abandonar el mejor plan de la ciudad.

El malecón de Río es el camino a la felicidad. Esa vereda ancha de piso icónico, una ciclovía de alto riesgo para viajeros despistados (los ciclistas cariocas rara vez ceden el paso al peatón, y por cierto, pasa lo mismo con los conductores de cualquier otro tipo de vehículo), baños limpios y bien equipados cada mil metros, basureros cada 10, duchas, barracas (puestos que te ofrecen sillas de playa, sombrillas, agua de coco, caipirinha y cerveza), minigimnasios que parecen paraderos en los que siempre ves a alguien haciendo barras, canchas de vóley por montones (ocupadas, de día y de noche), y unos puestitos ideales para detenerse a beber otra cerveza. Lima tiene tanto que copiarle a esta ciudad. En el punto donde Ipanema se convierte en Copacabana, hay una escultura de Antonio Carlos Jobim, héroe absoluto de la ciudad (el aeropuerto lleva su nombre), genio de la música celebrado en todo el mundo gracias, sobre todo, a una garota rubia y dorada que un día caminó hacia el mar frente a él.

Ese nudo en el malecón, una especie de parque-penínsulamuelle, se llama Arpoador y, desde ahí, decenas de personas despiden al sol cada día con un aplauso al atardecer carioca. Despedirse de Río es desprenderse de esa postal setentera donde cualquier filtro de Instagram es innecesario. El ruido es lo primero que se apaga, porque la ciudad es frenética y su gente gritona. Pero hay algo que parece haber permanecido quieto en el tiempo, a pesar de la crisis y la violencia que resuena en la TV. Ese es su hechizo y si te toca, estás frito. Dicen que la melancolía al irse es infinita. Estamos por comprobarlo, pero ya sentimos los primeros síntomas.

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