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(Opinión) El vuelo de Iñárritu

Por Verónica Klingenberger

Es probable que después de ver Birdman (o La inesperada virtud de la ignorancia) sientas una mezcla de exaltación y agotamiento. Las razones son muchas, pero todas se reducen al virtuosismo de su director, Alejandro G. Iñárritu (Amores Perros, 21 gramos, Babel y Biutiful). Con Birdman, Iñárritu ha llevado su ambición al límite, y a partir de una oscura sátira sobre la fama y el prestigio, se las ingenia para hablar y reírse de temas como el ego y la trascendencia artística, aun cuando el director deje claro, durante toda la película, que la verdadera estrella es él.

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Birdman no siempre mantiene el vuelo, pero cuando lo hace -que es la mayor parte del tiempo- es emocionante. Iñárritu logra orquestar varios factores con maestría. Primero la historia. El guion, escrito a cuatro manos por el propio realizador, Nicolás Giacobone, Alexander Dinelaris y Armando Bo, sorprende por su original argumento, sus diálogos y por la construcción de su personaje principal: Riggan Thompson, interpretado con destreza por el resucitado Michael Keaton (gran jugada porque Hollywood adora los ‘comebacks’, sobre todo cuando actor y personaje coinciden en tantas cosas: no olvides que Keaton fue Batman). Además de Keaton, el reparto está lleno de estrellas: Naomi Watts, Edward Norton, Zach Galifianakis y Emma Stone, además de guiños al stardom hollywoodense.

La historia narra las peripecias de Thompson, un actor famoso por su papel de un superhéroe, sofocado por su inseguridad, con una psicosis preocupante, quien se juega su última carta con el montaje de una obra basada en un cuento de Raymond Carver, escrita, dirigida e interpretada por él mismo. Durante las semanas previas al estreno, Thompson debe lidiar con su álter ego, él mismo caracterizado de Birdman, que lo tortura cada vez que puede recordándole lo estúpido que es al rechazar su popularidad y lo pésima que es su obra. Eso, además de enfrentar decenas de obstáculos para recuperar su carrera, su familia y su propia paz. Pero la historia también puede ser la de un superhéroe, convertido en estrella de cine, que intenta ganar el respeto del ala más snob del teatro neoyorquino. Ese superhéroe levita en posición de loto, practica la telequinesis y vuela como Superman aunque hable como el Batman de Christian Bale. Da igual.

Después de la historia está el lenguaje. Y la cinematografía de Emmanuel Lubezki, quien el año pasado ganó el Oscar por Gravity, también busca robarse el show. Lubezki plantea la película como un gran plano secuencia (aunque son varios, bien pegados) y se mueve por el Teatro St. James y sus alrededores en una asfixiante coreografía de dos horas. Con soltura y vértigo perseguimos a los protagonistas del escenario a los camerinos, de la calle al techo, y casi siempre terminamos en el bar al que va la crítica de teatro más desalmada, una sexagenaria insufrible que encarna el más ridículo esnobismo intelectual y que termina rindiéndose ante la obra de Thompson, por las razones más delirantes y, por supuesto, equivocadas.

Aunque Iñárritu no dé muchas respuestas, te dejará la cabeza llena de preguntas. Por momentos hace tantos aspavientos que distrae. Pero la verdad es que se las ingenia para impedir que el exceso de trucos termine con la magia. Keaton también es clave y seguro se lo harán saber con un Óscar. Al final, Birdman se siente como un extraño musical -ahí el maestro es el baterista Antonio Sánchez- sobre la necesidad, tan humana, de ser reconocidos y amados.

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