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(Opinión) Divagaciones mancoreñas

pnlpxnkfjvduxkk6a4ugu3vcna.jpg publimetro.pe (CESAR VEGA/PROMPERU)

Verónica Klingenberger

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Uno siente la transformación del tiempo a las pocas horas de llegar. Es como si el calor adormeciera hasta los relojes. Al principio puede perturbar un poco al limeño promedio, acostumbrado a apurarse casi por reflejo. Pero luego de mirar un rato ese mar picado azulísimo, o el desierto con sus algarrobos, o esas estilizadas palmeras que apenas se sacuden con el viento, uno empieza a olvidar los pendientes. O más bien, decide ponerlos en espera todo el tiempo que pueda. Hay techos improvisados y hamacas que se mecen al borde de la carretera.

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La dieta consiste en pescado fresco y langostinos, muchos langostinos. Debe ser la época, como lo es también temporada de ballenas. Vemos una desde la playa, a unos 100 metros. No hizo ningún aspaviento a lo Sea World, pero dejó ver su lomo por unos tres segundos en los que todos sonreímos. Hay algo mágico en las ballenas. Una vez vi a una con su cría en Los Cabos, México, y sentí exactamente la misma fascinación. Alegría pura. Como si por un momento volvieras a ser niño o a creer en algo. A los langostinos, pobres, solo los pude ver en distintos platos, todos ellos deliciosos.

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Soñé que mi perro tenía un tentáculo de pulpo en vez de cola. Me sentía impaciente y molesta y le increpaba a alguien, muy probablemente su padre, que hace tiempo debieron cortársela. Por un segundo dudaba si aún era adecuado hacerlo -cortarle la cola-, porque a un perro de cinco meses podría dolerle mucho esa operación. De todas formas ganaba la estética y decidía que era una obligación hacerlo. Pobre perro, pero supongo que era preferible eso a que viva toda su vida como un monstruo marino.

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La caminata por la orilla del mar es siempre terapéutica. Los pies remojados, los ojos entrecerrados por la luz. Esquivamos el cadáver de un pelícano con facilidad. Nos alejamos rápido pero a los pocos pasos encontramos el esqueleto de una tortuga marina. Nunca habíamos visto algo igual. Pensamos en Breaking Bad. Un pequeño cráneo descansa sobre la arena y mira con dos cavidades huecas hacia el mar. Detrás, solo queda el caparazón. Algo debió engullir todo lo demás. Seguro fue uno de esos desalmados gallinazos que planean todo el tiempo sobre la playa como recordándonos lo inevitable. Unos diez metros más allá, el cuerpo de un gran lobo de mar es sacudido por el mar. Está tendido en la orilla, también sin vida. Entonces nos asustamos y nos asqueamos y todo nos da pena. Y coincidimos en que la naturaleza también puede ser horrible.

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Volvemos de la mano. Sabemos que somos como los caballitos de mar. Toda la vida de a dos, sin importar para que lado tire la corriente.

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