Por el otro lado, el cuadro muestra una frase de Nelson Mandela, fallecido el jueves por la noche, en la que pide a las diferentes comunidades del país que se quieran.
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Un cambio inédito de la máxima habitual del restaurante (“Un día sin vino es un día sin sol”), que representa el respeto que sienten los jóvenes blancos sudafricanos, nacidos tras el Apartheid, hacia el reverenciado hombre de Estado que fue Mandela.
Pero este sentimiento no esconde la desconfianza histórica contra el “terrorista”, preso durante 27 años bajo el Apartheid de los blancos más ancianos que pertenecían a la minoría privilegiada.
“Estoy realmente triste”, declara Philip Heijnan, un estudiante de 22 años, ante la iglesia anglicana de la Santísima Trinidad, cuyo pórtico está decorado con retratos de Mandela y con algunas de sus frases más conocidas. “Mandela fue el mejor presidente. Creo que no hay nadie en el país que no lo quiera”.
El joven, nacido en 1992, dos años antes de la primera elección presidencial democrática en el país, que puso fin al Apartheid con la elección del primer jefe de Estado negro, espera pasar su vida en este país.
“Si sigue tan bien como ahora, me quedaré en Sudáfrica”, dice.
Los blancos creían que era el demonio
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Pero algo más abajo en la misma calle, una comerciante da una visión diferente de Mandela.
“Cuando estuvo preso durante 27 años, los blancos pensaban que era el demonio. Ahora lo consideran Dios”, dice bajo condición del anonimato.
Otro señor de 76 años se acerca y confirma la opinión de la señora sobre el complejo sentimiento de los blancos hacia Mandela.
“Era un hombre de Estado, no un político ordinario”, comienza diciendo, para añadir: “Pero hay que obedecer la ley del país. Si hubiera llegado a anciano sin ser condenado, no creo que hubiera sido popular. La cárcel le dio forma, y con él, al país”.
Y aunque Sudáfrica vaya “generalmente mejor” desde el fin del apartheid, la corrupción en el seno del gobierno le hace dudar de “que los negros sean mejores” que los otros.
La acomodada Kalk Bay es un lugar de una belleza extraordinaria, con montañas que acaban abruptamente en el océano Atlántico, un pequeño puerto con barcos de colores y restaurantes y tiendas de moda. Pero es una Sudáfrica que no reconocerían quienes crecieron durante los años del apartheid.
El propietario de un restaurante tiene un local decorado con carteles de Cuba, que envió a sus soldados en apoyo a Angola, país comunista vecino, durante el apartheid y la guerra fría.
Uno de los camareros del local, Michel Peters, de 19 años, pertenece también a esa generación nacida en democracia y que desea permanecer en el país. “Soy un afrikaner, más bien tradicional. Quiero comprar una granja”, cuenta.