“En la calle, cuando está todo cerrado, se puede pensar que es un contenedor de basura”, afirma Kloehn, de 42 años, al invitar a la AFP a conocer su refugio urbano.
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“No saben que estoy aquí durmiendo… Incluso cuando la barbacoa está prendida y se están asando alas de pollo la gente pasa de largo. No lo ven como un hogar”, explica.
Kloehn ya había convertido contenedores de transporte de carga de 20 pies en viviendas cuando se le ocurrió hacer lo mismo con un basurero de metal común y corriente.
“Lo iba a hacer un poco más rústico al principio, pero luego pensé: ‘Hagámoslo de verdad lujoso y habitable, realmente tomemos todo lo que tiene una casa normal y metámoslo en este pequeño espacio”, cuenta.
Kloehn, que tiene una residencia más convencional en Oakland, California (oeste), ingresa a su vivienda neoyorquina a través de una puerta holandesa con un minibar adjunto muy bien surtido de whisky y vodka.
A la derecha se ve la cocina con encimera de granito, fregadero, una cocina a gas, una nevera escondida y un extractor hecho con un viejo wok. Al lado está el sofá acolchado, tapizado con vinilo negro, con espacio de almacenamiento debajo de los asientos, y un baño conectado al sistema de alcantarillado de la ciudad.
No hay espacio para mucho, pero basta girar una manivela para levantar el techo y dejar a la vista un par de ventanas que proporcionan luz natural y un bienvenido espacio sobre la cabeza.
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Soldada en el exterior está la ducha y la barbacoa a gas. La electricidad proviene de cualquier enchufe que esté cerca, algo que Kloehn denomina “vivir de la red de otro”.
“No es para todo el mundo”
Kloehn, descendiente del presidente estadounidense Abraham Lincoln, quien según la leyenda creció en una cabaña de madera, pagó unos 1.000 dólares por el contenedor y gastó otros 2.000 en acondicionarlo, casi tanto como pagaría por un mes de alquiler en un estrecho monoambiente en Manhattan.
“Es realmente prolijo, considerando de qué está construido”, señala Ryan Mitchell, que escribe un blog sobre el diseño y construcción de casas minúsculas en www.thetinylife.com.
En un país donde la superficie media de un hogar es de 240 metros cuadrados, las casas de 56 a 121 metros cuadrados llaman la atención, sobre todo entre quienes buscan reducir su vivienda al jubilarse.
“Hay más constructores. Hay más gente que busca vivir en casas pequeñas”, dice Mitchell a la AFP por teléfono desde Carolina del Norte (este), donde está completando su propia vivienda diminuta.
Habría incluso hogares más pequeños, afirma, si no hubiera tantas regulaciones municipales.
En un callejón en Washington, Boneyard Studios (www.boneyardstudios.com), un nuevo complejo de cuatro casas pequeñas, busca probar que “lo pequeño es bello” en el corazón de la capital del país.
“Seguro no es para todo el mundo”, afirma Jay Austin, cuya casa de 42 metros cuadrados en Boneyard Studios es auto-sostenible y neutra en emisiones de carbono.
En Nueva York, el museo de la ciudad muestra un apartamento de unos 30 metros cuadrados que presume de contar con todas las funciones de uno del doble de su tamaño, e invita a unos pocos afortunados a comprobarlo pasando allí una noche.
“Podría verme viviendo aquí”, aseguró Taylor Jones, citada por el diario The New York Times tras pasar una noche allí esta semana, preocupada sin embargo por sentirse asfixiada en tan poco espacio.
Casa grande, problemas grandes
No satisfecho con construirse su propia vivienda a partir de un contenedor de basura, Kloehn aprovechó materiales diversos – una puerta de nevera, madera de un naufragio, una cubierta de fibra de vidrio de una camioneta – para crear una “casa de desechos” sobre ruedas para las personas sin hogar.
También ha creado novedosas bicicletas-bar, como documenta en su blog www.gregorykloehn.com.
De regreso en Brooklyn, donde trabaja en una “escultura interactiva” a partir de cuatro contenedores de 20 pies, Kloehn sube a la terraza de su refugio y echa una mirada a su barrio.
Cerca está el ‘loft’ del artista que amablemente le permite mantener el contenedor de basura en el patio trasero. Enfrente se ve el abandonado aunque majestuoso almacén del New York Dock Company. Y más allá, el blanco resplandeciente del transatlántico Queen Mary II que acaba de arribar a la ciudad.
“Cuanto más grande es la casa, mayores serán los problemas”, reflexiona Kloehn.
“Hay más gastos, más cosas que pueden romperse, más patio que cuidar”. Y, se encoge de hombros, “al final vas a llenarlo de basura”.