Por: Verónica Klingenberger
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La inauguración del partido fue un vaticinio, y recreaba un choque épico entre dos ejércitos embravecidos. Rojos y amarillos sólo pensaban en besar 8 kilos de plata frente a 86,298 hinchas. Cuatro millones de personas sólo pensábamos que el fútbol alemán vive su mejor momento gracias a una combinación de talento y técnica, responsabilidad financiera (un informe de la BBC precisa que por lo menos 51% de la propiedad de los clubes es de sus socios), una buena promoción de asistencia masiva a los estadios y el fomento de las divisiones menores.
Pero nadie más sentía lo que un holandés de 28 años contenía en la boca del estómago. Esas ganas de patear fuera de sí, hasta reventar las redes del arco, ese estigma de individualista-falla-penales que le habían pegado en la frente sus críticos más despiadados. Solo segundos después de gritar su gol, Arjen Robben encaró a la tribuna bávara y la desafió con una sola palabra repetida tres veces: was?! was?! was?! Was significa ‘qué’ en alemán. La reconciliación llegó después de finalizado el partido, cuando volvió a enfrentarla, esta vez para abrir los brazos, y ante los aplausos del público, salvarse para siempre.
Los británicos tienen un término para el tipo de partido que vimos el sábado, ‘showpiece’, algo así como ‘una joya de partido’. Y éste lo fue porque hubo magia, garra, precisión, ritmo, y al final de todo, redención. El Bayern se redimía al franquear dos derrotas consecutivas en una final de la Copa de Europa. Robben se redimía de haber fallado ese penal crítico frente al Chelsea en la final del año pasado, de la derrota de Holanda frente a España en el Mundial del 2010, y de fallar dos claras oportunidades de gol esa misma noche. Después del partido, en la rueda de prensa, el holandés confesó que mientras celebraba pudo ver como toda su carrera pasaba frente a él. ‘Esto es un sueño’, dijo. Pero todos estábamos despiertos.