Por: Verónica Klingenberger
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Revelación en la Javier Prado No sólo Jesús había muerto ese Viernes Santo en Lima. Con él se habían ido todos esos fieles del mal manejo, los que cambian de carril por deporte, los que meten el auto por si acaso, los que tocan bocina por cualquier motivo, para atraer a un pasajero o para castigarte porque hace tan solo una décima de segundo que el semáforo se puso en verde y tú sigues pisando el freno. Ese Jueves Santo, la Javier Prado era un bálsamo de cemento que reflejaba un cielo despejado y dejaba ver árboles a su lado. El cronómetro no fallaba: de Larcomar al Jockey Plaza en 7 minutos. Solo hubo una decena de conductores que fue testigo de ese fenómeno. Solo nosotros, los elegidos, pudimos recogernos con una sonrisa ante el júbilo divino de una avenida despejada.
Milagro en Wong Cuando me hablan de penitencia siempre pienso en un supermercado en hora punta. Las pericias del manejo limeño suelen trasladarse a esos pequeños pasadizos que separan las góndolas. Carritos que se cruzan con violencia o se detienen donde buenamente les da la gana. El autismo limeño no repara en respetos. Si quieres pasar, salta, date la vuelta, o espera y no friegues. Pero lo complicado empieza cuando crees que ya todo terminó. Con carrito lleno te diriges a las cajas solo para encontrar un caos de impaciencia y prepotencia. Señoras que te acusan de abusivo, niños que te miran fijamente, hasta que alguien te pisa el tobillo y en medio del repentino dolor pierdes el último rezago de calma que escondías. Pero ese Viernes Santo, Wong fue un paraíso para las cincuentaitantas personas boquiabiertas que flotábamos sin prisa ante verduras, pescados, cereales y botellas de cerveza que se lucían como sagrada recompensa por haber elegido el mejor plan de Semana Santa: quedarnos en Lima cuando todos se van.
Vientos helados El Domingo de Resurrección nos regaló algo más que la famosa carrera de cuádrigas de Ben Hur. El fin de temporada de The Walking Dead, serie que no puedo ver debido a mi arraigada cobardía, y el inicio de la tercera temporada de Game of Thrones, serie que se ha convertido en una de mis muchas obsesiones televisivas, y en tema de la última fiesta temática de Mark Zuckerberg. ¿Qué se puede esperar de esa mezcla infalible de Shakespeare y Tolkien? La Semana Santa terminó ambientada en una especie de medioevo fantástico muy parecido a la Biblia: todos matan en nombre de un Dios, los muertos caminan y, eventualmente, hay sexo entre hermanos. Un mundo lejano pero parecido al nuestro porque abundan los trepones y las intrigas. ¿Qué mejor manera de terminar el verano que temiendo un invierno largo, helado y oscuro, en el que todas las atrocidades tendrán cabida? ¿Quién dijo que sólo el sol era divertido?
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