Un hombre robusto, piel morena y casi 2 metros de estatura, toma una hielera y la pone sobre la mesa. Saca un trozo de queso, corta una porción y se la lleva a la boca. El hombre de no más de 25 años de edad, actúa como un catador del Imperio romano. Hace lo mismo con una papaya y otras frutas. Hecha la prueba y sin ningún efecto secundario, prepara un jugo de papaya, corta más queso y lo sirve encima de la cachapa (tortilla suave de maiz, parecida a un hotcake).
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Listo el desayuno lo pone sobre la mesa donde sólo hay un comensal. No es cualquier mesa, es donde el presidente de Venezuela, Hugo Rafael Chávez Frías, transmite en cadena nacional su programa Aló Presidente #171. Es 9 de noviembre de 2003. Días antes a esa fecha, Pablo Hiriart, director del periódico donde trabajaba, fue a mi escritorio y me dijo: “Alfredo, quiero que vayas a Venezuela y entrevistes a Chávez”. En ese momento inició uno de mis principales retos periodísticos de aquella época.
Tomé un avión que recorrió tres mil 600 kilómetros y me llevó a Caracas. Dos días después estaba en un centro porcino ecológico, en el municipio de Tinaquillo, Cojedes, a 300 kilómetros de Caracas.
Instalado en el lugar pude ver que a Chávez lo trataban como una estrella de rock. Mientras una maquillista le pasaba una esponja por la cara, el jefe de cámaras avisaba: ‘En 20 segundos estamos al aire, señor Presidente’. Chávez inclinó la cabeza. Con la mano derecha hizo la señal de la cruz y se persignó para iniciar la transmisión.
Durante cinco horas no fue al baño. En los tres cortes que hubo daba sorbos de café, agua o jugo de papaya. Picaba la fruta y la cachapa con queso. Una y otra vez hizo referencia a pasajes bíblicos. Incluso, para él, lo dijo, primero estaba la Biblia y luego la Constitución.
Al concluir la transmisión, el mandatario y su comitiva iniciaron un recorrido por el Centro Porcino. Para mí era la única ocasión en la que podría hablar con él. A empujones y codazos me acerqué. ‘¡Señor Presidente, soy periodista mexicano!’. Volteó y me estiró la mano: ‘Esperen un momentico, voy a saludar a nuestro amigo mexicano’.
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– ¿Y qué hace usted tan lejos, amigo? – Vine a saludarlo y a ver si quiere enviar un mensaje al pueblo de México. – Claro que sí: ¡Viva México!
En eso estaba cuando la multitud me alejó a empujones y codazos. El recorrido estaba a punto de concluir. Y una vez más no supe cómo llegué hasta Chávez, justo en la entrada del angosto pasillo que daba a la salida. Y cuando menos me di cuenta, Chávez ya me había tomado del hombro. La conversación duró lo que tardamos en recorrer ese pasillo y concluyó con un apretón de manos y una palmada de Hugo Chávez en mi hombro: ‘¡Saludos al pueblo de México. Viva Lationamérica!’.
En mi viaje a Venezuela aprendí que un importante sector de la población, los más pobres, idolatraban a Chávez, lo amaban; estaba dispuesta a todo por él. Pero también aprendí que otro sector, el motor económico, no estaba de acuerdo con sus políticas. Venezuela era y es un país dividido.