La noche del 5 de abril de 1992 Perú fue sacudido por la frase “disolver, disolver el Congreso” en boca del presidente Alberto Fujimori, inaugurando un autogolpe de Estado.
PUBLICIDAD
El abogado y ex senador Raúl Ferrero recuerda de esa fecha las agresiones que sufrió junto a otros congresistas.
“Pese a la disolución del Congreso, los legisladores acordamos reunirnos al día siguiente en la sede del Colegio de Abogados de Lima, pero una fuerza de soldados de élite nos lo impidió en medio de forcejeos, empellones y golpes de garrote”, relató a la AFP.
Tras el sorpresivo anuncio de Fujimori, que le permitió asumir poderes absolutos, tanques del ejército salieron durante la noche a patrullar las calles de Lima y rodearon las sedes del Congreso, del palacio de Justicia y zonas estratégicas para evitar disturbios.
Ferrero relata que pocos días después senadores y diputados lograron reunirse y tomaron juramento al primer vicepresidente Máximo San Román (opuesto al autogolpe) como presidente constitucional, pero ello fue en vano “porque a esas alturas el golpe ya estaba consolidado”.
El autogolpe tuvo un amplio respaldo entre los peruanos, aunque la mayoría lo considera hoy una experiencia que no debería repetirse.
Una reciente encuesta reveló que el 47% de los peruanos considera que fue “necesario” en ese momento, mientras que el 38% lo estimó “innecesario”. Remontados a las circunstancias de 1992, un 50% lo desaprobaría y un 37% lo aprobaría.
Salomón Lerner Febres, ex presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, opinó que el autogolpe “trató de instrumentar el miedo de la gente para, bajo pretexto de atacar los grandes males del país, convertir al país en un enorme botín para un pequeño grupo de inescrupulosos que montaron la mayor red de corrupción”.