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Por Renato TelloMBA|Ingeniero@renatotellob
Podría apostar todo mi austero sueldo de latino inmigrante en tierras europeas que, si en este mismo momento husmea entre las noticias de este diario o decide ingenuamente encender el televisor y ver algún canal nacional o si navega cándidamente por alguna red social de su pertenencia, se encontrará con una realidad dolorosa y afligida que nos golpea severamente, con un desfile agobiante de términos desdichadamente conocidos como corrupción, delincuencia, violencia, feminicidio y otras barbaries más que nos asaltan y han tomado como rehén nuestro queridísimo Perú.
Así, inmersos todos en la podredumbre a la cual estamos malditamente destinados, sin probable solución que se esboce en el horizonte y nos salve de este interminable abismo, una porción de peruanos, grupo en el que me incluyo, ha decidido probar suerte y forjar su futuro en tierras foráneas totalmente desconocidas.
Sin embargo, como dice el dicho ‘no todo lo que brilla es oro’, abandonar la tierra que te vio nacer e intentar echar raíces en otros países es, prácticamente, un viaje de peregrinación con numerosas vallas y obstáculos, para aquellos que no la tenemos fácil, claro está.
De esta manera, para un buen peruano, que se jacte de serlo, la primera gran muralla que debe vencer es convivir con la ausencia de los seres queridos. Dicha faena es inconcebiblemente desgarradora. Y más aún, la cuota de preocupación ante tanta violencia que, bendito sea Dios, jamás alcance a alguno de esos seres queridos que se dejó en el Perú.
Podría leerse efímero, pero la comida es otro de los grandes verdugos que todo peruano expatriado debe enfrentar infelizmente. ¡Y qué decir si nunca aprendiste el gran arte culinario! La pesadilla empeora drásticamente. No hay nada más conmovedor que ver un peruano que no sabe cocinar tratar de sobrevivir en el extranjero. Incluso, aun habiendo tenido la dicha de aprender a cocinar, es una ardua tarea encontrar los insumos y condimentos, que como se comprenderá, la dificultad de encontrarlos es proporcional a la distancia entre el lugar foráneo donde se radica y esa tierra bendita llamada Perú.
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La extensa e inmensa variedad de paisajes, la gentileza y hospitalidad de los buenos compatriotas, el fervor unísono de la multitud, las tradiciones excelentemente conservadas, la benevolencia de los microclimas, el riquísimo regateo, el dadivoso chino de la esquina, la exquisita criollada y los venerables restaurantes al paso o ‘agachaditos’ son algunas de las añoranzas que todo hijo del País del Río Virú engendra desde lo más profundo de su corazón al encontrarse tan lejos de casa.
No pretendo impregnar mi melancolía desmesurada en este escrito ni mucho menos, solo procuro que se reflexione y valore todo aquello maravilloso que el Perú nos ofrece. Aquello por lo que merece ser preservado y protegido desde afuera o desde adentro de esa, mi tan anhelada tierra, a la cual seguiré ansiando y esperando algún día volver.
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