*POR VERÓNICA KLINGENBERGER**Periodista*«*@vklingenberger*»:https://twitter.com/vklingenberger
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La humillación pública es el nuevo deporte mundial y las redes sociales son su coliseo romano. A través del cargamontón digital se espera que muchos comportamientos negativos se hagan evidentes y por consiguiente se corrijan -eso en el mejor de los casos, en el resto es solo una nueva forma de bullying- . Una señora estacionándose en el espacio destinado a personas con discapacidad. Un joven insultando a la persona que lo atiende en el mostrador de un restaurante. Un político derrochando su homofobia a través de un tuit. Un periodista que escribe una columna abiertamente sexista. Un comentario racista en un grupo de Facebook. El ‘shaming’ está a la espera de cualquier agravio para señalar al responsable y avergonzarlo hasta el límite. Lo bueno: generar cambios positivos al sumar las voces de muchas personas a favor del bien común. La idea es que la pienses dos veces antes de comportarte como un cretino o un delincuente porque hoy todos tenemos una cámara a la mano para registrar lo que haces. Lo malo: los límites entre el shaming y la violencia son cada vez más difusos y las consecuencias pueden ser demoledoras: podemos destruir la reputación de una persona, originar despidos, estimular su aislamiento emocional y social y, en el peor de los casos, hundirlo en una severa depresión quien sabe con qué desenlace. ¿Somos conscientes de ese poder?
El último capítulo de la tercera temporada de Black Mirror (ahora en Netflix) toca el tema con la típica mirada distópica de su creador, el inglés Charlie Brooker. La historia va así: un psicópata que resulta ser un monstruo en computación siembra en Twitter el hashtag #DeathTo como parte de un juego macabro que termina en el asesinato de la persona más odiada del momento. Mueren como parte de lo que resulta ser tan solo una carnada: la autora de una columna demasiado cruel, un músico que se burla de un niño que es su fan, una chica que tuitea una foto suya desvirtuando un monumento nacional. Pero el target real son los haters, los de verdad, los que desean la muerte de otro y escriben al respecto (en Perú, por cierto, abundan y gozan de una libertad preocupante: han invadido la sección de comentarios de casi todos los medios donde nadie los veta ni modera: son racistas, sexistas, homofóbicos, y su violencia verbal denota patologías peligrosas con firma propia o escudadas en el anonimato). Al final del capítulo, y en realidad al final de las tres temporadas, Black Mirror plantea una pregunta inquietante: ¿la tecnología nos hace menos empáticos?
Es más fácil ser críticos cuando nos separan algunos kilómetros de distancia. No solemos exponer ideas tan tajantes cuando estamos cara a cara. Difícilmente -y menos aún la mayoría de limeños- seremos abiertamente honestos sobre nuestras diferencias en persona, porque al parecer, nos da miedo (o flojera) el conflicto. Tememos las discusiones y confundimos la crítica con mala onda. Nos pasa a todos, muy pocos se salvan. Pero en esa realidad paralela que son las redes (¿o la realidad paralela es la vida offline?) nos sentimos blindados de alguna manera: podemos ser más ocurrentes, más irónicos, más agudos y también más crueles. ¿Cuándo pasamos de dar una opinión a convertirnos en justicieros?
En el mundo de los likes, los emoticones y los retuits nos sentimos más seguros de mostrar nuestro desencanto e indignación aún cuando el tono de lo que digamos lo ponga quien nos lea. Dos cosas están claras: es hora de que se empiecen a moderar (de verdad) los espacios de debate público. Facebook y Twitter dicen no admitir la discriminación pero todos sabemos que la realidad es otra. Por otro lado, los community managers de medios y empresas locales deben empezar a sancionar a los comentaristas que no cumplan las reglas básicas de convivencia y educación. Hay que borrarlos, bloquearlos, silenciarlos. No confundamos libertad de opinión con discursos de odio. Y quizá también sea buena idea empezar a ser más cautos y reservados. El silencio, sospecho, terminará por ser nuestro mejor escape.