Vida y Estilo

Ocupados y desconectados [OPINIÓN]

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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger

Estar ocupado ha dejado de ser un símbolo de inteligencia y bienestar, al menos en las ciudades más educadas y avanzadas del mundo. Las horas laborales se reducen y los horarios se respetan, y en todos los casos, ocho horas es el máximo establecido. Entre otras medidas, se combate más que ninguna otra cosa la reunionitis y se concentra la mayor cantidad de tiempo a ejecutar los planes trazados. Cada quien es responsable de lo que le tocó. Al final, las metas se consiguen en menos horas con mejores resultados. Los beneficios no son solo laborales. Son, sobre todo, personales: más tiempo para los amigos y la familia, más tiempo para el ocio, el deporte, la cultura, lo que repercute en ciudadanos menos estresados, más felices, más informados, estimulados y educados. O sea, mejores trabajadores.

En Lima, estar ocupado es casi un signo de status, sobre todo en el desfasado mundo corporativo donde el empleado promedio desperdicia por lo menos el 65% de su tiempo en reuniones que no sirven para nada (y mientras más alto el cargo más alto el porcentaje): en la mayoría de casos se convoca a más personas de las necesarias y no se sigue una pauta de los temas que se tocarán. A eso sumémosle, por lo menos, 10 minutos de cháchara inútil para cumplir con nuestra dosis necesaria de calidez latinoamericana. En las horas que quedan, el empleado deberá responder, como pueda, las decenas de correos que recibió en el día (y dejar de responder decenas de ellos, lo cual no solo perjudica su performance sino que lo deja muy mal parado -a él y a la compañía para la que trabaja- frente a proveedores, aliados y clientes) y encargarse de ejecutar el resto de tareas a su cargo, o sea, trabajar de verdad. Supongo que de esa falta de tiempo nace también la mala costumbre de escribir los mensajes en el espacio del ‘subject’ o despedirse en los correos con diminutivos como ‘slds’ en vez de ‘saludos’, como si dejar de escribir tres vocales pudiera ahorrarnos algo de tiempo.

‘Estar ocupados es la nueva estupidez’ escribe Tony Crabbe en su celebrado libro Busy: How to Thrive in a World of Too Much. La cantidad de información con la que tenemos que lidiar cada día resulta abrumadora. La carga emocional y mental que supone es durísima, sobre todo, porque el mundo nunca antes se movió tan rápido como hoy. Desconectarse es un lujo. Es casi imposible imaginar el mundo sin un smartphone en nuestras manos que nos quite esa mini reserva de paz que supone el tiempo libre. Antes, las salas de espera nos enfrentaban inevitablemente con nuestros propios pensamientos y recuerdos. Hoy esa pausa es impensable.

David Foster Wallace describió el mundo en el que vivimos con dos palabras: Ruido total. Hay generaciones que no saben lo que es esperar algo sin ser tragadas por una pantalla. La frustración y el estrés crece si a eso sumamos nuestras tareas diarias: llevar a los hijos a clases, hacer deporte, comprar el regalo por el cumpleaños de esa amiga, llevar el auto al taller, empezar a leer ese libro que compramos hace dos semanas.

Recuperar el control de nuestro tiempo es una primera tarea si queremos mejorar como individuos y sociedad. Al final, ¿hacia dónde corremos tanto? Una buena idea sería ‘Desconectarse’ para conectar, renunciar a la fantasía de creer que podemos estar en todas partes, que podemos saberlo todo, y concentrarnos en cada cosa que hagamos, por más pequeña e insignificante que parezca. Al final, ¿qué podríamos perdernos? ¿Otro meme gracioso? ¿40 fotos como las que vimos ayer?

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