POR VERÓNICA KLINGENBERGER – Periodista – @vklingenberger
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Envejecer no es para cobardes. Aprendemos a encarar los achaques con elegancia, toreamos las resacas con valentía, le encontramos otras caras a la belleza. Pero cuando uno empieza a notar las bajas dentro de su propio pelotón, cuando confirmamos que cada vez son más y también más frecuentes, entonces sentimos ese golpe certero al centro del pecho que nos deja sin aliento porque nos da miedo y también porque nos da pena. Miedo por el inevitable destino que nos espera, pena por todas esas despedidas definitivas.
Si alguien sabe de esto son los dos octogenarios de The Kominsky Method, la nueva serie de Chuck Lorre, creador, guionista y productor de éxitos televisivos como Two and a Half Men y The Big Bang Theory. Alan Arkin es Norman Newlander, un respetado agente de Hollywood que esconde su fragilidad con un sentido del humor seco y más negro que el enterizo de la mismísima Pálida. Michael Douglas es Sandy Kominsky, un actor semiretirado que aún vive de sus viejas glorias gracias a la escuela de teatro que dirige y al método que imparte a sus alumnos, método que da título a la historia y que se extiende a otro tipo de lecciones, como su distendido y liberado estilo de vida.
Como pasa dentro y fuera de la pantalla, solo hay una manera de lidiar con la disfunción eréctil, los problemas de la próstata, la incontinencia y las contracturas que aparecen por acciones tan inocentes y cotidianas como limpiarse el trasero -recuerdo alguna vez que me lesioné el cuello por tan solo cubrirme con una manta mientras intentaba hacer una siesta-: el humor. Ese es el mismo antídoto que puede salvarnos de las visitas cada vez más frecuentes de la señora de la guadaña, en tiempos en que los velorios se convierten en espacios para socializar como señalan, divertidos, Norman y Sandy en el primer episodio de la segunda temporada. Finalmente, es ahí donde el primero se reencuentra con un viejo amor de su juventud, uno que llega para sacudirlo de su reciente viudez (dolor que ella entiende de primera mano) y aligerar su abatimiento.
Siempre termino apoyándome en la misma metáfora cuando asoma el miedo de enfermar o morir (o de que enferme y muera alguna de las muchas personas y animales que quiero). Es una alegoría medio ingenuota pero no por eso deja de servirme. Pienso que la vida es como una fiesta a la que hemos sido invitados y en la que departimos con gente distinta. Bailamos, reímos, bebemos, nos hacemos bromas o infidencias. A veces elegimos formar parte de un grupo con el que nos sentimos seguros pero también cruzamos sonrisas, guiños, lecciones con los que nos topamos en la barra o en la cola del baño. Tal vez somos más bien de los que rebotan de grupo en grupo, esos que no quieren perderse de nada y siempre se preguntan a qué responden las carcajadas de los de al lado. La fiesta va pasando, como es natural, y algunos invitados empiezan a irse. Unos alcanzan a despedirse, otros prefieren desaparecer sin explicaciones ni reclamos (esa es mi tribu). Pero aunque a veces los que se vayan sean personajes cruciales para la diversión, agentes de la felicidad, el humor y la sabiduría, y a pesar de que los extrañemos profundamente, siempre conviene volver la vista a los que siguen aún con nosotros, subir el volumen y seguir bailando en su memoria.
Norman y Sandy lo han entendido bien. Y la mejor lección que nos dejan es aprender a hacer que ‘lo mundano se vuelva extraordinario’.
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