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Sobrevivió 4 veces, hoy entierra víctimas de masacre en Perú

Rosa Ramírez llora después de ver los restos de su hermana Primitiva Ramírez, quien fue asesinada durante la guerra contra Sendero Luminoso, mientras las autoridades devuelven los restos de las víctimas a las familias en Accomarca, Perú, el miércole AP (Martin Mejia/AP)

ACCOMARCA, Perú (AP) — Justa Chuchón se salvó cuatro veces de ser asesinada durante el conflicto armado interno de Perú. El viernes, 37 años después de una sangrienta matanza, asistirá al entierro de decenas de vecinos de su pueblo natal en los Andes, donde ocurrió uno de los peores crímenes cometidos por el ejército.

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Tras una ceremonia en la plaza de Accomarca en la región de Ayacucho, la mujer de 48 años y madre de dos caminará junto a muchos por las calles de su pueblo, cuyo nombre se ha mantenido por décadas como símbolo de la persistencia ciudadana por alcanzar justicia ante la brutalidad militar.

“Por fin nuestros paisanos, amigos y vecinos encontrarán descanso”, dijo Justa. Los ataúdes para 80 vecinos -de los 114 asesinados en el pueblo entre 1980 y 2000- serán enterrados en un cementerio construido en una antigua base militar que hace cuatro décadas fue usada como centro de tortura. En uno de los féretros están los restos de una mujer y su hijo no nacido.

Los restos de otras víctimas fueron entregados a sus familias en 2006 y muchos permanecen en el cementerio de Huamanga, la principal ciudad de Ayacucho y ubicada a 80 kilómetros.

En la década de 1980 Sendero Luminoso instaló bases clandestinas en Accomarca, asesinó a autoridades y obligó a los agricultores a alimentarlos bajo pena de muerte. En respuesta, el ejército comenzó a matar, violar y robar a los campesinos acusándolos de terroristas. Los ciudadanos de Accomarca eran amenazados de muerte tanto por los terroristas como por los soldados.

Las actividades agrícolas, ganaderas y los negocios de muchos peruanos de lengua quechua fueron afectadas tras el inicio de la lucha armada de Sendero Luminoso contra el Estado en 1980, una guerra que provocó historias de desarraigo, dolor y lucha como la de Justa.

Tenía diez años cuando en 1983 dos soldados ingresaron a su casa en Accomarca y uno le aplastó el pecho con la boca del fusil. Tras patearla le ordenó a ella y sus hermanos salir a recoger y enterrar 11 cadáveres de civiles ejecutados en la calle, incluidos dos maestros con sus esposas e hijos y un universitario con las orejas cortadas, todos acusados de integrar Sendero Luminoso.

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Ella dijo que en esa época ya se comentaba que los militares violaban mujeres de forma indiscriminada. Por eso su hermana mayor se disfrazó en una oportunidad con ropa de su abuela para confundir a los uniformados y evitar el acoso.

En julio de 1985, cuando Justa tenía 12 años, los militares volvieron a irrumpir en una feria comercial de Accomarca. Un grupo la persiguió a tiros de fusil a ella y a su prima. Las adolescentes corrieron hasta la casa de una tía pero descubrieron que otros militares la estaban violando delante de sus pequeños hijos. Dos soldados llevaron a ella y a su prima a dos cuartos de la casa y también las ultrajaron. Ella tenía puesta una pollera roja con bordes celestes que su mamá le había regalado en su reciente cumpleaños. “No sabía si gritar o llorar, le pedí que no me mate", recordó.

Después el violador decidió robar los alimentos que se almacenaban en la casa y ella escapó. El militar comenzó otra vez a dispararle mientras ella se fugaba por un matorral repleto de espinas que se le clavaron en las piernas, los brazos y los pies hasta que, tras correr por minutos, se desmayó. Cuando despertó sus rodillas estaban ensangrentadas, se lavó las heridas en un riachuelo y de vuelta a casa no le contó a sus padres sobre el abuso por temor a que reclamaran y fueran asesinados.

Una espina, que no ha podido ser extraída hasta ahora, quedó incrustada en su dedo anular derecho y le provocó un dolor persistente durante un mes.

La tarde previa a la matanza vio llegar a lo lejos a los militares porque estaba en su casa, ubicada en una zona elevada desde donde se veía el pueblo. Los disparos empezaron temprano el 14 de agosto. “Brillaban sus armas, reventaban sus balas”, recordó Justa. Su padre, un arpista que animaba fiestas rurales junto a su madre, había salido del pueblo junto a su mujer para tocar música en una zona lejana y ella quedó al cuidado de su abuela. Ir a otro pueblo le salvó la vida a sus progenitores. Sus otros dos hermanos también se salvaron de morir porque habían migrado a Lima.

Los soldados agruparon a 69 vecinos que incluían ancianos, mujeres -algunas embarazadas- y niños. A varias las violaron y luego las hicieron ingresar junto a los demás en tres casas donde les dispararon, dinamitaron y prendieron fuego. Justa dijo que vio a un niño que llegó llorando hasta el exterior de una de las viviendas en llamas buscando a su madre y que los militares lo cogieron de pies y manos y lo arrojaron al fuego. Juliana Baldeón, de 80 años, intentó apagar las llamas con un tazón de agua y fue abatida a tiros. “El olor era como de chicharrón”, rememoró Justa.

Las llamas de las casas incendiadas resplandecieron durante toda aquella noche en el pueblo, donde no había alumbrado público. Una semana después, cuando sus padres retornaron y contemplaron el horror, decidieron huir a Lima, donde las terminales de autobuses recibían a diario a cientos que escapaban de otros focos de violencia en los Andes y la Amazonía.

Justa empezó a trabajar como empleada doméstica para una comerciante de dulces que hablaba quechua, como ella. Lavaba, barría y ayudaba a vender desde el amanecer. Desde un puesto en el centro de Lima se percató de que casi nadie le contestaba el saludo y se burlaban de su acento andino. Comía poco, dormía mal y casi no recibía sueldo. "Mi papá no conseguía trabajo, mis hermanos pasaban hambre, no estaba en casa, no tenía un espacio para ir a jugar, no podía ir a estudiar”, dijo.

También tenía deseos constantes de bañarse. “Quería lavarme, limpiarme, rascarme, de forma constante, me sentía sucia... En las noches lloraba en silencio, tenía pesadillas de todo lo que me había pasado, veía a los militares viniendo hacia mí y despertaba”, recordó.

Su padre -que además de músico era comerciante, albañil y carpintero- dejó Lima y retornó junto a su mamá a Accomarca. Justa no regresó por miedo. Cuando su padre volvió los militares lo llamaron a la base para que elaborara puertas y edificara cuartos pero no le pagaron por sus servicios. Al contrario, lo acusaron de terrorista y lo torturaron en los mismos cuartos que había construido. Lo enviaron a la cárcel por más de un año y le fracturaron las costillas.

Justa perdió contacto con su padre, quien sobrevivió a los sufrimientos pero ahora padece de Parkinson en Accomarca.

En la capital los familiares de los asesinados no se derrumbaron, denunciaron la masacre ante el Congreso. Una comisión interrogó al oficial Telmo Hurtado, entonces de 23 años, quien asumió la responsabilidad del crimen. “Uno no puede confiarse de una mujer, un anciano o niño", dijo Hurtado, que había recibido entrenamiento en técnicas antisubversivas en una institución militar estadounidense en Panamá llamada Escuela de las Américas.

La prensa lo llamó “el carnicero de los Andes”. Con sus bigotes abundantes y lentes de aviador se convirtió en el símbolo de la impunidad.

Justa siguió viviendo en Lima y pensó que su destino nunca más estaría en peligro, pero el 3 de noviembre de 1991, cuando tenía 18 años, una amiga que alquilaba un cuarto en una vivienda multifamiliar en una zona pobre llamada Barrios Altos la invitó a una fiesta en el patio interior del edificio para juntar dinero y arreglar el desagüe. Ambas estaban decididas a ir, pero antes visitaron al hermano mayor de la amiga en otra zona capitalina y éste les pidió a ambas quedarse a cenar. Finalmente las jóvenes no fueron a la fiesta.

Al día siguiente se sorprendió cuando los periódicos reportaron que un grupo de encapuchados con fusiles había ingresado a la fiesta y asesinado a 15 vecinos, incluido un niño de ocho años. La nueva matanza, conocida judicialmente como Barrios Altos, fue ejecutada por militares que actuaban de forma clandestina y recibían apoyo del entonces presidente Alberto Fujimori (1990-2000). Con el tiempo esta masacre y otra en la que murieron nueve estudiantes y un profesor universitario derivó en una sentencia de 25 años contra el exmandatario.

Los familiares de las víctimas de Accomarca siguieron buscando justicia, pero no la obtuvieron durante el gobierno de Fujimori. Hurtado no fue sentenciado por los asesinatos, sólo recibió una sentencia de cuatro años por no informar la masacre a sus superiores y siguió ascendiendo. Incluso peleó en una guerra contra Ecuador en 1995. Se retiró del ejército en 1999 tras ser descubierto en actividad.

Más tarde se fue a vivir a Miami, pero los pedidos de justicia de los familiares rindieron sus frutos y fue extraditado en 2011. Entonces cambió su versión y se convirtió en el primer oficial de Perú en acusar a su propio instituto de ordenar ejecuciones extrajudiciales.

“Yo no he tenido ningún tipo de insania. Cumplí órdenes... No era algo aislado, sino un trabajo ordenado por oficiales superiores”, dijo Hurtado en una evaluación psiquiátrica en 2014 realizada por la fiscalía. Indicó que en 1985 sus superiores le dijeron “tienes que hacerte el loco, sino todos vamos a salir procesados”, según una copia del documento obtenido por The Associated Press. Se había cortado los bigotes, lucía el cabello largo amarrado en cola y un arete en una oreja.

Justa y otros familiares de las víctimas comenzaron a asistir a las sesiones en los tribunales. Ella observó que uno de los tres jueces se dormía cuando los abogados de las víctimas exponían sus argumentos y en las banquetas del tribunal algunos militares las insultaban llamándolas terroristas.

El proceso siguió avanzando y pocos meses antes de la sentencia en septiembre de 2016 -31 años después de la masacre- los sobrevivientes celebraron el carnaval en una plaza de toros de Lima. En la coreografía incorporaron escenas de la masacre y del juicio donde los jueces se dormían y recibían dinero de los militares, quienes luego eran declarados inocentes en medio de silbidos de desaprobación. “Era una forma de protesta”, sostuvo Justa.

Los jueces finalmente condenaron a Hurtado a 23 años de cárcel, así como a otros nueve más, entre ellos al jefe de todos, el general retirado Wilfredo Mori, quien dio la orden verbal de la masacre y fue sentenciado a 25 años de prisión.

Mori, de 87 años, y otros cuatro condenados están prófugos. “¿De qué sirve condenarlos si siguen libres?”, se lamentó la mujer.

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Franklin Briceño está en Twitter como @franklinbriceno y reportó desde Lima.

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