LEÓPOLIS, Ucrania (AP) — Hasta que los misiles cayeron a poca distancia de las catedrales y los cafés del centro de Leópolis, la capital cultural de Ucrania era una ciudad que podía sentirse lejos de la guerra. El pánico inicial se había calmado y la respuesta a las alarmas antiaéreas matinales era, cada vez más, no correr escaleras abajo sino darse la vuelta en la cama.
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Pero los ataques aéreos rusos que alcanzaron las inmediaciones del aeropuerto internacional en la madrugada del viernes remecieron los edificios cercanos y dispersaron con cualquier sensación de comodidad a medida que el denso humo negro se elevaba al cielo.
Sin embargo, en las horas posteriores al incidente no se produjeron las escenas habituales en otras ciudades del país que han horrorizado al mundo: edificios destrozados y gente huyendo bajo el fuego. Leópolis había regresado ya a su centenario rol de cruce de caminos en constante adaptación.
“Por la mañana había miedo, pero tenemos que seguir adelante», dijo Maria Parkhuts, quien trabaja en un restaurante. “La gente llega con apenas nada y viene de sitios peores».
Desde el inicio de la guerra hace casi un mes, la ciudad se ha convertido en un refugio como último puesto avanzado antes de Polonia, y recibe a cientos de miles de ucranianos, ya estén de paso o lleguen para quedarse. En la otra dirección llegan la ayuda y los combatientes extranjeros.
En medio está una ciudad en la que, en apariencia, la vida sigue entre iglesias patrimonio de la humanidad y quioscos de café. Los ciclistas que reparten comida con las mochilas de marcas internacionales a sus espaldas se tambalean sobre los adoquines. Los tranvías amarillos circulan por las estrechas calles cargadas de la historia de una ocupación tras otras, desde los cosacos o los suecos, a los alemanes y la Unión Soviética.
De la amenaza de otra ocupación rusa, después de una larga lucha para alejarse de su influencia, y de la cercanía con el resto de Europa es donde surge nueva Leópolis.
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“Es la guerra», dijo Maxim Tristan, un soldado de 28 años, acerca del ataque del viernes. “Esto solo nos hace estar más motivados para luchar”.
En una esquina, varios jóvenes hacen fila en el exterior de una armería. Todo está disponible si tienes dinero en efectivo, dijo un hombre provocando las sonrisas de los demás. En el mismo bloque hay un campo de tiro que tiene la cara del presidente de Rusia, Vladimir Putin, en la diana. En otras parte de la ciudad, los veteranos del ejército enseñan a los civiles a disparar.
En un popular parque, a apenas unos pasos de la zona de juegos, se ha reabierto un búnker de la Segunda Guerra Mundial. En el exterior de una escuela de arquitectura, los hombres llenan sacos de arena. Algunas iglesias han protegido sus imágenes y cubierto sus vidrieras, mientras que otras dejan su destino en manos de Dios.
En la sección militar de su principal cementerio, más de una docena de tumbas son demasiado recientes para tener cruces de mármol. Sobre la tierra hay flores heladas y el piso está lleno de huellas de botas. Detrás, hay un terreno abierto preparado para abrir varias filas más.
Los tatuadores pintan símbolos patrióticos en la piel de sus clientes. Una cervecería se dedica ahora a fabricar bombas incendiarias. Un cartel en la calle muestra a una mujer, vestida de azul y amarillo como la bandera nacional, empuñando una pistola en la boca de un arrodillado Putin. En la fachada de una tienda, una joven esboza el dibujo de una paloma.
El voluntariado se ha apoderado de la ciudad. La gente abre sus casas y los medios locales reportan que los residentes están cortando prendas viejas para hacer redes de camuflaje para los puestos de control.
“La guerra no es solo la gente que lucha», señaló Volodymyr Pekar.
Este empresario de 40 años está detrás de una iniciativa para llenar el campo que rodea la urbe de vallas publicitarias azules y amarillas con lemas como “Dios salve a Ucrania» o “No corra, defienda». Estaba incómodo con el lenguaje soez que aparecía en los primeros mensajes tras la invasión, como dijo que le ocurría a los vecinos más religiosos.
Al mismo tiempo, Pekar ha lanzado una colecta para lo que, según él, son dos de las mayores necesidades de los soldados ucranianos: chalecos antibalas y cigarrillos.
“Después de combatir, necesitas fumar», apuntó.
A la sombra de los eslóganes y las fanfarronerías están las 200.000 personas que se estima que han huido a Leópolis desde zonas más golpeadas por los ataques rusos. Recibidos por los residentes e instalados en sus viviendas y albergues, parecen los más nerviosos.
Los desplazados rebuscan entre las cajas con ayuda en los puntos de recogida, revisan las noticias y comprueban sus celulares. Su presencia ha hecho que la ciudad pase de ser una escapada a un refugio: en lugar de promocionar las confiterías locales y los lugares románticos, la web oficial de la oficina de turismo comparte información sobre la ubicación de los refugios antibombas y las alertas de radiación.
Con la promesa de ofrecer “calor para el alma», los locales lanzaron el viernes una serie de paseos culturales gratuitos para los desplazados internos, con el objetivo de visitar galerías o el barrio medieval, entre otras cosas.
Hace apenas unos días, miles de recién llegados atestaban la estación central de tren en el apogeo de la ola de refugiados hacia el oeste. Ahora, los andenes están casi vacíos en algunos momentos, a la espera de los millones de personas que siguen vahando por Ucrania en busca de un lugar para descansar o de un nuevo propósito.
Allí estaba un carpintero de la bombardeada capital, Kiev, que se formó en defensa aérea hace unos años y se dirigía a un puesto del ejército. Solo en la plataforma con una mochila y una esterilla para dormir, planeaba visitar a su familia en la región occidental de Transcarpatia antes de volver a poner rumbo al este.
Más allá en el andén había una pareja joven que sigue en el país porque el hombre, de 20 años, está en edad de combatir y tiene prohibido marcharse.
“Nunca había viajado tanto por mi país. Ahora, tengo que hacerlo», contó la mujer, Diana Tkachenko, de 21 años. Su periplo comenzó el mes pasado en Kiev, en un tres atestado que no sabían a dónde les llevaría.
Su llegada a Leópolis fue terrible. Otros viajeros empujaban y chillaban, contó Tkachenko. Algunos venían del este, de zonas de hablar rusa y no sabían ucraniano.
Su tren paró en la más ucraniana de las ciudades. Para Tkachenko, esta era su primera visita a Leópolis.
“He caminado mucho», dijo. “Traté de disfrutar del lugar. Se siente mucho más seguro”.
Pero había demasiada gente y ningún lugar para vivir. Ella y su novio decidieron regresar al este, hacia Kiev.
Mientras su tren se preparaba para partir, otro llegaba a la estación.