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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger
Ah, el humor. Todos quieren entender su magia, pero mientras muchos ríen otros acusan la ofensa y muy pocos dominan su técnica o reconocen las delgadas fronteras de la comedia. ¿Tiene el humor límites? ¿Debería tenerlos?
Hay quienes están convencidos de que la corrección política de estos tiempos está acabando con el humor. No puedo evitar discrepar con cualquier forma de fatalismo. Sí, las audiencias de hoy son más exigentes y los comediantes la tienen más difícil, pero sigue produciéndose gran material en los países que mejor han sabido exportar su humor al mundo, como Inglaterra, Estados Unidos (sobre todo el humor judío o negro), y por estos lares, Argentina, con una larga trayectoria humorística que llega hoy hasta el especial en Netflix de Malena Pichot (te caiga bien o no, vamos, da risa). Hoy cualquier cómico que se respete la tendrá más difícil frente a públicos más educados o sofisticados. Si tu material consiste únicamente en reírte del gay, del viejo o de la gorda, lo mejor es que busques trabajo como cómico ambulante en alguna plaza olvidada del tercer mundo.
Vivimos en tiempos de sensibilísimas sensibilidades y si vas a dedicarte a la comedia debes saber que siempre habrá algún ofendido. Quizá un buen ejercicio de autocrítica sea contar el número de disgustados que dejó tu broma o cierta parte de tu rutina. Otro punto de partida podría ser empezar a desarrollar tu material a partir de tus propias debilidades. Ríete de ti mismo y quizá los demás lo hagan contigo al reconocerse en ti. Claro, eso siempre que te haga bien. El caso de ‘Nanette’, de Hannah Gadsby, uno de los stand ups más celebrados del año, demuestra precisamente lo que ocurre cuando el humor contra uno termina lastimándonos: su confesión empieza como comedia y termina en drama, pero vale por su honestidad y singularidad.
Bueno, eso en las mejores industrias de comedia del mundo. En el Perú, el humor llega con las justas a la chacota: las chapas, la imitación más vulgar, el lapo al más débil. Los cómicos locales son la versión pública del chistoso de parrillada, del candelero de las chelitas tranqui. Y ese es otro fruto de nuestra cultura del apanado y el bullying, la misma responsable de que muy pocos se atrevan a resaltar, a ser auténticos o distintos. Si a veces te preguntas por qué el arte, la moda o la literatura locales, por decir cualquier cosa, son tan planas, pues por ahí también está la respuesta. Lo peor que puede pasarle a un peruano promedio de 4 a 90 años es que se rían de él o ella, así que mejor encajar en el montón. En el país del roche, si alguien te agarra de punto más vale que desvíes la atención hacia otro. Y eso generalmente se consigue con lanzarle otro comentario lapidario a alguien más.
Así somos en privado. Y llevamos las mismas prácticas al terreno público. ¿De quién nos reímos? Del Negro Mama, de la Paisana Jacinta, de la gorda presa de Keiko o del gordo fugado de Alan, porque Carlos Galdós -que acaba de ser despedido como columnista de Somos- no es el único bobo que se ríe de la gordura, ojo. He visto muchas caricaturas de humoristas supuestamente serios y celebrados por los justicieros más liberales de nuestra intelligentsia, que se mofan de la gordura y la locura de Alan, en vez de trabajar su material con un poquito más de exigencia y cuidado. Falta dedicación y estudio, pero así estamos y no da risa.
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