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“Chicos malos”, por Verónica Klingenberger

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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger

Si vas a confiar en los gustos de alguien, que sean los de David Bowie. Poco antes de morir, el músico se obsesionó con Peaky Blinders, una serie de la BBC sobre una familia de mafiosos irlandeses establecida en Birmingham. Incluso se las ingenió para asegurarse de que Lazarus, el primer single de su último disco, sonara en su estupendo soundtrack. Hay teorías que aseguran también que el mismo nombre del álbum, Blackstar, fue inspirado en una escena de la primera temporada. Su fascinación, evidentemente, fue correspondida por el actor irlandés que interpreta con maestría al protagonista y líder de la familia Shelby -su fan, Cillian Murphy- quien no dudó en enviarle la característica gorra de su personaje luego de finalizada la primera temporada (las tres primeras temporadas pueden verse en Netflix, la cuarta está actualmente siendo transmitida por la BBC).

En la vida real, los Peaky Blinders fueron una pandilla de adolescentes que cocían navajas en las viseras de sus gorras para atacar a sus víctimas. Después de cortarles la cara como si fueran gatos enloquecidos, la sangre cegaba a sus presas. La documentación que existe asegura además que los chicos valoraban el buen vestir tanto como la violencia, con sus pantalones anchos y sus chalecos apretados con relojes de mano asomándose. Como buenos británicos, también el whisky y la cerveza.

Hay muchas razones por las cuales elogiar a los Peaky Blinders de la ficción. Su cuidada producción es una de ellas, con esa dirección de arte minuciosa que resalta como telón de fondo dramático, transportándonos a un gran teatro. Luego está la complejidad de sus personajes, hermosamente construidos a partir de contradicciones y convicciones muy bien dosificadas: Thomas Shelby, con su amor por los caballos de carrera (les habla, los monta a pelo y el negocio que dirige es una casa de apuestas hípicas), su intensidad y delicadeza para el amor romántico, su lealtad hacia la familia y su desquiciada violencia y ambición. El inspector Chester Campbell (Sam Neill), un policía puritano e infantilmente malvado y revanchista. La tía Polly (Helen McCrory), matriarca del clan Shelby, tesorera, conciencia y memoria de la familia. Alfie Solomons (un magnífico Tom Hardy), el excéntrico líder de la mafia judía instalada en Camden Town. Arthur (Paul Anderson) y John (Joe Cole), hermanos de Tommy: el primero, un perro noble y fiel pero rabioso, capaz de reventarle la cara a puñetazos a cualquiera que le colme la paciencia. El segundo, el típico muchacho rudo de un barrio feroz como Small Heath, donde el carbón es la fuente legal de riqueza y el Garrison (el pub de los Shelby) el único lugar donde el cielo llega a asomarse después de demasiados shots de whisky irlandés. Finalmente (o quizá debió ser el inicio de este párrafo) está la idea, la historia, el texto y la fórmula perfecta: porque todos soñamos con ser un chico malo.

Los Shelby llevan la guerra adentro. Con todo su dolor y su locura. Para convivir con ella se llenan de opio, whisky, tabaco y cocaína. Heridos por el abandono y la discriminación, se arman de violencia y resignación -son una familia gitana discriminada por todos, incluyendo a los peores miserables-. Su oscuridad es su fortaleza. La familia es su bien más valioso.

La música es un tema aparte. Las canciones han sido elegidas con buen gusto y verdadero amor melómano, y se introducen en la trama con timing y arte, casi siempre acompañadas de cámaras lenta o coreografías (de acciones y planos) que terminan pareciendo un ballet. Mucho Nick Cave, Radiohead (sobre todo el Amnesiac), PJ Harvey, Arctic Monkeys, Leonard Cohen, Tom Waits, Johnny Cash, y claro, David Bowie.

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