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“Sin reservas”, por Verónica Klingenberger

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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger

Anthony Bourdain no tiene reservas. Cuando uno lo ve masticando testículos de oveja en Marruecos, ojos de foca crudos al norte de Quebec o un pedazo de ano de jabalí en Namibia, es fácil entender por qué bebe tres litros de alcohol en cada capítulo de No Reservations, su programa de Discovery Travel & Living. Hace unos días le puso el pare a un bully Alec Baldwin por meterse con su novia, la actriz y directora italiana Asia Argento. Tampoco tuvo reparos recordarle a Trump desde Puerto Rico cómo están las cosas por allá. Así ha sido siempre el cocinero gonzo.

Aun cuando sea conocido su odio a los celebrity chefs que se autodenominan artistas -para él, ‘cualquier cocinero que se compare con Miles Davis está en crack’-, su apetito por la cocina empezó temprano, en el bote de un pescador francés que le invitó una ostra. Así surgieron sus ganas de meterse el planeta a las fauces como una trufa. Con su metro 95 de estatura, Anthony sabe cómo meternos al bolsillo. La cámara es su cómplice. A ella le susurra lo borracho que está, lo intragable o divino que ha sido el platillo que acaba de degustar o lo intolerable que es convivir con una tribu salvaje en medio del África. Y uno le cree porque no es el estúpido anglosajón maravillado con todo lo que ve en sus viajes. Para él la jungla de Camboya es más familiar que Arkansas. El mundo y la cocina de cualquier país -la de verdad, no la que sirven a los turistas- son tan suyos como Les Halles, el clásico bistró que tenía en Park Avenue South en Manhattan: ‘Cuando comes lo que te sirven te pones contento, la gente que está a tu alrededor en la mesa se abre y cosas muy interesantes comienzan a ocurrir’, le dijo al New York Times.

Con el recuerdo fresco de esa milagrosa ostra, Bourdain trabajó un tiempo en restaurantes de comida marina en Provincetown, Massachusetts y se graduó en The Culinary Institute of America antes de hacerse cargo de las ollas y sartenes del Supper Club de Nueva York, el One Fifth Avenue y el Sullivan’s. En sus memorias como cocinero recogidas en la biblia de todos los aficionados a los restaurantes, Kitchen Confidential (que luego convirtió en una serie de televisión transmitida por FOX en la que el protagonista se llamaba Jack Bourdain), Anthony escribió sobre el drama privado que vive un grupo de chiflados dentro de una cocina mientras los comensales pedimos más pan y esperamos que nos sirvan eso que sonaba tan bien en la carta. Ahí están las reuniones de los restaurantes cinco estrellas, los llamados walk-in, donde se lanzan ideas para nuevos platos, todas ellas sazonadas con algo más que perejil: ‘Todo el día estábamos colocados, metiéndonos en el refrigerador cada vez que podíamos con la excusa de ‘conceptualizar’. Casi nunca tomábamos una decisión sin drogas. Marihuana, cocaína, LSD, hongos alucinógenos remojados en miel, speed, codeína, soconol y heroína que conseguíamos gracias a un ayudante hispano al que mandábamos al Alphabet City a comprar’.

Pero el mundo no siempre imaginó que un chef hablase así. Bourdain tuvo que esperar. Primero escribió una carta amarga y depravada sobre su oficio al New York Post. Nadie respondió. Su madre lo animó a enviar el mismo artículo a The New Yorker. Él se reía, ‘sí, seguro me publicaban ahí’, pero un mes después le dieron la buena noticia. Así empezó todo. No Reservations ya va por su octava temporada y Bourdain sigue siendo un chico canoso que se emociona con Ramones o Television. En un programa grabado en Suecia confesó que el disco que se llevaría a una isla desierta sería el Fun House de los Stooges. Y algo de eso vibra todavía en él: la misma sencillez e intensidad de las canciones que solo necesitan dos minutos y tres acordes para cambiar el mundo.

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