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Aprendiendo a surfear en una playa de la Costa Verde

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Por: Gabriel Murillo

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Lo que para el limeño puede ser algo cotidiano, una actividad que está al alcance del solo deseo, para mí, un periodista que vino de intercambio de Bogotá a Lima por dos semanas, tener acceso ilimitado al mar puede ser toda una experiencia.

En el día libre, gran sorpresa me llevé al ver decenas de surfistas, algunos más intrépidos que otros, enfrentar las olas en la playa Makaha, de Miraflores, en la Costa Verde. Por solo unos soles, grupos de instructores ofrecen sus servicios para enfrentar las olas y garantizan que, en solo una clase, uno puede deslizarse sobre el agua aunque sea unos segundos.

Y así fue. En medio de una timidez mezclada con emoción, decidí acercarme a los instructores, que al escuchar mi acento trataban de entrar en confianza utilizando palabras propias del lenguaje coloquial de mi país: ‘¿Colombiano? ‘Parce’, ven y aprende a surfear. Es seguro y emocionante, ven’, decían.

Las ofertas oscilaron entre 40 y 70 soles para clases de 45 minutos (si es más tiempo, eso requerirá de un estado físico digno de un atleta de alto rendimiento). Sesiones privadas o grupales, equipo para la práctica -wetsuit y tabla-, instructores con experiencia certificada, abierto todos los días del año desde las 6 a.m. hasta las 6 p.m. y hasta servicio de recojo hacen parte del abanico de servicios que se ponen a disposición de turistas como yo -o limeños- para quien la idea de surfear ni siquiera se cruza por la cabeza.

Desde el traje especial comenzó la experiencia. Mi falta de pericia hizo que este ejercicio, rutinario para expertos, tomara mucho más de la cuenta. Zapatos especiales y a calentar: estiramiento, pruebas de equilibrio, reflejos y una teoría básica sobre cómo conseguir, en tres pasos y con una tabla clavada sobre el concreto, deslizarse sobre las olas.

Pero ojalá la teoría fuera fácilmente aplicable y todo se aprendiera con solo leer un libro. Ya en el agua, mi brazada me lleva rumbo a la búsqueda del punto señalado previamente por el instructor, pero una primera ola me toma de frente y me recuerda que la realidad no es como en el concreto: la primera bocanada de agua salada entró por mi boca y el mar me dio su bienvenida con un muro mojado que hizo sucumbir mi primer impulso de energía. Pero la lucha era por el premio: por el logro de subirme en una ola y por eso me volví a montar en la tabla. Seguí ‘remando’ y a mi lado el instructor -que recuerdo más como un mimo pintado con protector solar- me daba instrucciones y pedía alistarme para la siguiente ola.

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‘¡Esa está buena, esa está buena… Rema, rema!’, gritaba mientras me daba un empujón y me ‘montaba’ con el ‘timing’ perfecto en una ola.

El resultado no fue diferente, nuevamente la fuerza de la naturaleza derrotó mi novata resistencia. Así la historia se repitió por más de diez ocasiones.

El tiempo corrió y las fuerzas se fueron agotando, quedaba una última oportunidad y también el último aliento. El instructor me dice ‘no te vas hasta que te pares, ¡vamos!, esta es’.

Me acomodé de cara a la playa, la ola me tomó sobre su lomo y el instructor me dio el empujón final. Seguí matemáticamente uno a uno los pasos reseñados en tierra y, como pude, logré ponerme en pie. Uno, dos y casi tres segundos de gloria antes de que la emoción me hiciera olvidar doblar las rodillas y de nuevo el agua me recibiera.

No importa si fueron segundos o centésimas. Para mí fue emocionante ver el mundo desde allá arriba y la fotografía mental será imborrable, porque a pesar de los litros de agua salada que haya tomado, por solo 60 soles logré tener una extraordinaria experiencia con el malecón limeño como testigo.

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