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‘Detective en trance’, por Verónica Klingenberger

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Imagina morir y revivir a pocas horas de cumplir los 36 años. Ahora imagina que el fúnebre evento se repite una y otra vez, como si fueras la protagonista de algún frustrante videojuego. Muerte por atropello, por hipotermia, por la explosión de un balón de gas, por infarto, por ahogo causado por un hueso de pollo atragantado en el cogote, por un ascensor que se desploma, por caerte de las escaleras no una, dos o tres veces, sino cuatro, y en todas morir como una estúpida. No hay escapatoria y al final el trance ya casi que se hace costumbre, aunque el regreso sea siempre igual de agobiante. En ese loop existencial, entre la comedia y la metafísica, vive Nadia Vulvokov (Natasha Lyonne), la protagonista de la nueva serie de Netflix que todos celebran, Russian Doll (Muñeca rusa).

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Creada por la propia Lyonne (Orange Is the New Black) junto con Amy Poehler y la guionista Leslye Headland, la serie cuenta con ocho capítulos que no llegan a los 30 minutos cada uno. Pero en ese breve espacio se exponen, con soltura, inteligencia y humor, temas gorditos y bien serios como la muerte, la herencia emocional y la salud mental. También están ahí las grandes preguntas: ¿Cuál es el propósito de todo esto? o ¿qué demonios está pasando? La pesadilla que vive Nadia es como un disco rayado. Uno que por cierto suena a Got to Get Up de Harry Nilsson, canción con la que nuestra matrioshka vuelve siempre a la vida de manera exacta: mirándose al espejo en el baño de visitas del departamento de su mejor amiga durante la fiesta de su cumpleaños.

Pero el juego de espejos es más complejo porque en cada vida que se presenta aparecen nuevas verdades, reflejos, traumas, cabos sueltos. También aparece un sidekick porque nuestra heroína tóxica y entregada al carpe diem (fuma como vampiro y no muestra un ápice de solidaridad por la nueva fiebre saludable que ha infectado al mundo) no puede estar sola. Todo detective tiene un compañero. Y en Russian Doll el Watson se llama Alan Zaver (Charlie Barnett), un joven inseguro, meticuloso y reprimido, que tiene el corazón roto y tendencias suicidas. Juntos, deberán encontrar el error en el sistema. O el sentido a sus más de siete vidas. Y pensar que todo empezó por buscar a un gato.

Russian Doll está pensada al milímetro y por eso destaca como una de las mejores series del año (aún cuando el 2019 recién empiece). El nombre, por ejemplo, ya plantea parte de los asuntos que mueven la serie en esa espiral sin fondo que curiosamente resulta tan reveladora. ¿Acaso no somos una muñeca rusa que esconde infinitas versiones de nosotros mismos? Más allá de la conexión con películas como El día de la marmota o Bandersnatch de Black Mirror, lo que resalta no es la ingeniosa forma, sino esa búsqueda de una explicación: y la verdad que se revela con cada nueva oportunidad de vivir, con cada destello de luz en la noche neoyorquina. Al final, la serie es más un relato detectivesco y filosófico que una comedia sobrenatural. Y cada episodio está tan bien concebido, escrito y actuado -lo que logra Lyonne impresiona- que uno se queda con la extraña sensación de haber asistido a una clase de filosofía bajo los efectos de alguna droga recreativa y muy reveladora.

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