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“Quiero un árbol de vecino”, por Verónica Klingenberger

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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger

Una de las principales razones de haber pagado la inicial de mi departamento fueron los vecinos: dos enormes pinos de al menos 50 años. Su altura superaba a todos los edificios que colindaban con ellos, pero lo que más impresionaba era el diseño perfecto de sus troncos y ramas, y cómo cambiaban de color según la hora del día. Los pinos no eran solo el mejor elemento decorativo de mi casa o una gran residencial de cotorras, pericos y gorriones. También reducían tremendamente mis niveles de cortisol, haciéndome sentir menos estresada.

Los árboles dan más que oxígeno y belleza al mundo. Hay estudios que prueban que los paisajes urbanos dirigen el flujo de sangre a la amígdala, esa parte de nuestro cerebro en la que se gestan el miedo, la rabia o el instinto de supervivencia. Ahora ya sabes por qué en la ciudad estamos casi siempre en modo ‘huida’ o ‘pelea’. El contacto con la naturaleza produce lo contrario: ilumina el cíngulo anterior del cerebro, generando empatía y altruismo.

William Bird es un especialista en salud pública en Gran Bretaña y un gran promotor de políticas verdes en ciudades. Para él está comprobado que la gente que vive en áreas con mayor cantidad de árboles, ‘sale más, se relaciona más con sus vecinos y sufre menos ansiedad y depresión’. Estar menos estresados les da más energía para estar activos, dice. En cambio, no se puede atraer a la gente a un terreno baldío porque estamos programados como cazadores y recolectores que buscan árboles, biodiversidad, agua y seguridad. Hay más. La gente que vive rodeada de árboles tiende a ser menos violenta. Una de las teorías detrás es que la naturaleza restaura la mente y provee descanso en medio de las ‘urgencias’ de la vida moderna. Otros estudios prueban incluso que las tasas de mortalidad son mayores en zonas urbanas poco arborizadas o algo tan simple como que los vecindarios más caros de todo el mundo son los que tienen más árboles.

En Miraflores se han concretado algunas iniciativas valiosas, como el censo de árboles del 2012, que llegó a contar hasta 24.005 e identificar a 77 especies. El alcalde Jorge Muñoz dijo que los resultados –que aseguran que existe un árbol por cada cuatro personas, como sugiere la OMS- servirán para diseñar un plan eficiente de gestión de áreas verdes y proyectos de arborización. Pero lo cierto es que hoy mi departamento tiene vista a una pared blanca de 7 pisos, interceptada por otra pared blanca más pequeña: así es el boom inmobiliario, si te distraes, construirán un multifamiliar en tu maceta.

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Esta historia, tan personal y doméstica, es solo un reflejo de lo que nos pasa en manos de una mafia cuya mercancía es el concreto. El propósito más reciente de Luis Castañeda –el alcalde que intercambió 25 hectáreas verdes por un bypass congestionado- es talar 100 árboles para ensanchar la avenida Aramburú. Mientras, otras importantes iniciativas como el programa ‘Planta un árbol, nace una vida’ –el mismo que implementó SERPAR en la gestión anterior con el nombre de ‘Adopta un árbol’ y que tenía como objetivo plantar un millón de árboles- han sido abandonadas o reemplazadas por proyectos inexplicablemente caros e incongruentes.

Ojalá crezca el interés ciudadano por defender y reclamar más árboles y ese interés llegue a convertirse en una asociación formal y organizada. En Bangkok, una ciudad que también trataba de protegerse del crecimiento inmobiliario, por ejemplo, se formó Big Trees Project, asociación que en pocas semanas llegó a tener alrededor de 16 mil miembros. Países como Malasia e India también han creado otros grupos de defensa de los árboles y están teniendo resultados. ¿Por qué no Lima?

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