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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger
El autodenominado mejor país del mundo acaba de anunciar un nuevo reality de dimensiones mundiales e impredecibles. Su anfitrión será un multimillonario de bronceado anaranjado conocido por su implacable rol en otro show televisivo llamado The Apprentice. La popularidad de Donald Trump empezó hace mucho tiempo en la tele y, aunque lo odies o lo ames, no podrás negar su magnetismo. Pero ¿cómo explicarse lo que pasó?
Si algo queda claro después del Armageddon es que lo mejor que tiene EEUU es esa democracia ejemplar tan endeble aún en países como el nuestro. Y que el sueño americano también puede convertirse en pesadilla. A estas horas de la tarde todos mis familiares y amigos estadounidenses (la mitad inmigrantes) siguen en el más profundo estado de shock y tristeza. El post de Michael Moore titulado ‘Cinco cosas que debemos hacer por la mañana’ se ha vuelto viral, entre otras cosas porque reconforta leer que la mayoría de estadounidenses votó por Hillary y que el resultado de estas elecciones es culpa de un sistema electoral ‘arcano’ y ‘demente’ y algo de razón tiene. Y muchos ya intentan convencernos de que el Trump candidato no será el Trump presidente (¿buscan consolarnos, consolarse?). Pero así como los británicos mostraron su peor cara en junio, EEUU vive uno de los periodos más oscuros y vergonzosos de su historia.
Uno de los argumentos que empieza a repetirse sobre la victoria de Trump es el hartazgo del modelo económico que empezó con Reagan y Thatcher y termina (¿?) con Trump y May. Ese modelo es el neoliberalismo implacable que acá muchos siguen celebrando (¿por ignorancia o terquedad?) y que, ya sabes, hizo que los ricos se hicieran más ricos y que los pobres se hicieran más pobres y odiaran más a los ricos y también a ellos mismos por culpa de esa implacable cultura del ‘winner’ y el ‘loser’: derechos laborales cada vez más ridículos, jubilaciones cada vez más lejanas y el imposible sueño de la casa propia sin tener que empeñarse la vida en eso. El desempleo, el empobrecimiento de clases y el culto al dinero como el único valor capaz de darnos una vida digna. ¿Te suena familiar? Cuidado porque es el caldo de cultivo de los peores miedos y de todos los populismos.
Toda frustración termina alimentando un odio muy grande. Esta vez, el voto a Trump (en su mayoría el voto de una clase trabajadora adulta y blanca: el voto joven, entre los 18 y 25 años, fue para Clinton) es una patada a la política convencional (¿alguien más representativa que Hillary?) y hacia todos lo que parezca distinto y ajeno a su pequeño y limitado mundo: el inmigrante, las mujeres, los negros, los musulmanes, los gays. La xenofobia y el nacionalismo han sido los dos discursos más explotados en la campaña de Trump: ¡Fuera los musulmanes! ¡Fuera los mexicanos! ¡Hagamos que EEUU sea grande de nuevo! El subtexto es espeluznante: volvamos a ser un país de blancos, como el de los avisos de Coca Cola de los 50, porque alguien debe tener la culpa de todo lo que nos pasa y tienen que ser los otros.
Dicen que el mundo es uno solo y se nota. Trump se suma a esa nueva clase política conformada por celebridades e improvisados que conectan con el ciudadano más pobre e ignorante. Para ellos representa el cambio, la revolución contra el establishment político, el desafío a las élites. Es el ‘no importa lo que digan los expertos ni los científicos ni los intelectuales ni la gente que de verdad se ha preparado (porque de verdad le importa), nosotros podemos tumbarnos todo’. Trump es el antipolítico más mediático que el mundo ha visto hasta ahora. Es el demagogo. Es el ignorante prepotente que se vale de tener una billetera muy gorda pero que en el fondo solo busca beneficiar a sus amigotes, los grandes empresarios. ¿Te recuerda a alguien? A mí también. Solo espero que la próxima vez que escuche ‘you´re fired!’, no estemos nosotros ni nuestros países ni todo lo bueno que tiene el mundo del otro lado de la mesa.