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PPKool [OPINIÓN]

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POR VERÓNICA KLINGENBERGERPeriodista@vklingenberger

Hay algo en el estilo del nuevo presidente que resulta refrescante y que debe ser en parte la razón de su alta aprobación. Es cierto que le ayuda ser un señorón blanco, con una buena cantidad de dinero amasada a lo largo de su brillante carrera como economista (ya imagino la indignación que causarían algunas de sus declaraciones si el presidente fuera un cholo insano y sacrílego, por ejemplo), pero qué agradable es alejarnos de la solemnidad típica y el conservadurismo promedio de los presidentes que lo precedieron, y en general, de la gran mayoría de mostrencos de nuestra clase política.

PPK no es Obama ni Justin Trudeau (tampoco sería astuto serlo en un país como el nuestro), pero ha empezado su mandato con gestos y declaraciones que son una bocanada de modernidad en esta suerte de califato evangelista y católico en el que vivimos. La hipocresía y cucufatería típicas se enfrentan por primera vez a la soltura de un tipo que no tiene nada que probar ni nada que perder. Y eso no se debe a sus años -hay muchos ancianos tontos y malvados- sino más bien a su experiencia personal y profesional. En otras palabras, da la impresión de que para PPK ser presidente del Perú tampoco es la gran cosa y eso me parece saludable después de tanto megalómano mediocre en el puesto.

No hay nada impostado en su estilo. Si le manda una chiquita a Cipriani, lo hace sin mucho esfuerzo, como el amigo que te lanza un dardo en público solo para ganarse la carcajada de los presentes y de paso -se las sabe todas- esquivar posibles flechazos venenosos dirigidos a él. Es astuto y tiene la serenidad necesaria que el cargo requiere. (Wishful thinking: en su patética pataleta y sus ganas de bloquearlo todo, los fujimoristas van a terminar perdiendo ante él y su gabinete, y lo que es mejor, van a quedar en evidencia).

Como pocos gobiernos -al menos los que me ha tocado vivir-, el de Kuczynski tiene un plan claro, enfocado en metas importantes y concretas. Pero mientras se pone en marcha, él da pequeñas lecciones como quien no quiere la cosa. Primero fue la rutina deportiva y la orden de dejar los smartphones fuera de las sesiones del Consejo de ministros. Luego fueron sus ‘siete mandamientos’, entre los que destaco el primero (‘debes ser absolutamente incorruptible) y el segundo (‘no te infles, sé modesto’). Y en estos dos meses ha dado un par de mensajes clave sobre libertad y austeridad.

El primero fue cuando puso en su sitio a la iglesia católica (ubícate Cipriani) y a los cucufatos besapies de siempre, al declarar sobre la Unión Civil y afirmar que, en este país, se debe apoyar la libertad: ‘Se trata de cosas muy personales y si dos adultos del mismo sexo quieren vivir juntos, los felicito y les deseo buena vida’. Turn Down for What. Luego vino esa dulce y humeante declaración desde el caribe colombiano: ‘Soy una persona liberal, si quieren fumar su troncho, no es el fin del mundo’. Se lo dijo a Canal N desde Cartagena, cuando le preguntaron si temía que, tras la firma del acuerdo de paz de las FARC con el gobierno colombiano, el negocio del narcotráfico traspase la frontera con el Perú. Por otro lado, su respuesta, la de verdad, pone en evidencia su avispado razonamiento económico: ‘Creo que el negocio de la droga va a cambiar, porque el opositor de la droga no es la erradicación química, como se hace aquí en Colombia. El opositor es el mal negocio que resulta para los campesinos que reciben 40, 50 soles por arroba de hoja de coca, cuando hace tres años recibían 100. La coca, al final, será reemplazada por la droga sintética y química’.

Dicen que en los pequeños gestos se ve la grandeza de las personas. El último llegó también desde Colombia, donde el mandatario rechazó la suite presidencial del lujoso Hotel Santa Clara para alojarse en un lugar más modesto. Bueno, tampoco es que sea un monje: ¡la suite costaba 2,500 dólares! Pero cuánta falta hacen este tipo de comportamientos y declaraciones en un país donde los poderosos, de cualquier calaña que sean, viven una doble moral en constante despilfarro para luego rasgarse las vestiduras en la misa del domingo.

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