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(Opinión) Exilio Blusero

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Lejos de Richmond Hill, la mansión donde vive Mick Jagger en Londres, es verano y estamos en 1971. Un teléfono descolgado agoniza en una calurosa villa del siglo XIX ubicada en la ribera francesa. La villa se llama Nellcôte y su dueño, Keith Richards. Es un tipo flaco y desaliñado que respira blues y se inyecta heroína todos los días. A partir de las ocho de la noche y hasta eso de las tres de la madrugada, él y Mick Jagger, Mick Taylor, Charlie Watts y Bill Wyman se encierran en un infernal sótano donde la temperatura los obliga a quitarse los pantalones y la humedad es tal que hasta las guitarras desentonan. Jagger debe combatir la afonía que le produce ese asfixiante microclima con repetidos sorbos de Jack Daniels. El exilio tiene un propósito más allá de evadir impuestos: grabar un álbum llamado Exile on Main Street.

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Los Rolling Stones están en el pico de su carrera. Son una máquina de hacer hits y la mitad de sus miembros alimenta su fama de chicos malos con alcohol, agujas y mucho humo. Las drogas endulzan a Richards, Mick Taylor y al productor Jimmy Miller; pero amargan a Wyman, Watts y a un Jagger recién casado: los tres estuvieron ausentes en muchas de las tomas del álbum porque no toleraban el desgobierno que reinaba en Nellcôte. Era tal el caos que resultaba extraño ver a todos juntos grabando al mismo tiempo. Si alguien necesita un manual de cómo no se debe hacer un álbum, aquí lo tiene. Lo divertido es que sea considerado uno de los mejores documentos de la historia del rock and roll. Aunque esa, por supuesto, no fue la primera impresión de la crítica especializada.

La edición 112 de una Rolling Stone aún de papel periódico muestra en su tapa una foto de Mick Jagger con los brazos hacia atrás y un enterizo desabotonado que deja al descubierto su huesudo pecho. El titular nos invita a rodar junto con los chicos malos en una salvaje crónica titulada The Stones in America: The heaviest rock and roll tour ever. Para ese mismo número, Lenny Kaye tuvo el encargo de escribir la crítica del recién lanzado álbum doble de los Stones. Kaye, a pesar de los insultos que aún hoy sigue recibiendo -la reseña está colgada en el site de la Rolling, y junto con ella se lucen los furiosos comentarios de los lectores-, se enfrentaba a un disco sin hits (no había canciones como Brown Sugar o Sympathy for the Devil), a un álbum larguísimo (18 canciones no son algo fácil de procesar), y sobre todo, a un sonido tan sucio como podría ser la pegajosa alfombra del club nocturno más decadente que imagines. Era casi imposible oír a Jagger en algunos cortes y la saturación de instrumentos asemejaba un enmohecido bosque de concreto donde tambores, cuerdas y vientos se empinaban para luego pisarse los pies.

En el 2002, Keith Richards dijo que esa fue la primera grabación grunge de la historia. Y en el 2010 insistió en el peculiar e inimitable sonido de su obra maestra: ‘Quizás sea el concreto o la suciedad, pero tiene cierto sonido que uno no podría replicar si lo intentara’. Exile on Main Street tiene una vibración distinta a cualquier otro disco de los Stones, y ese conjunto de canciones ha ido curtiéndose gracias a las reiteradas tocadas en vivo de la banda. También es un disco que funciona bien en conjunto, luego de escucharlo decenas de veces. Es el álbum que contiene el poderoso martilleo de Charlie Watts en Rocks Off con ese riff introductorio que hasta un marciano reconocería y el soul épico de Tumbling Dice que evoca las caseras grabaciones del Delta Blues. Ahí está el country agospelado de Torn and Frayed, está Soul Survivor, Sweet Virginia, ¡Shine a Light! Ahí están el whiskey y la iglesia juntos en bendecida comunión.

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