Por Verónica Klingenberger
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El escéptico de turno y el rey de los pesimistas no es Vallejo ni Morrissey. Tampoco ese tuitero cínico y deprimido al que tanto celebras. El más subversivo de todos se llamó Emil y se apellidó Cioran, y murió hace 20 años en París sin aguacero ni coronas fúnebres. Nadie como él ha lanzado dardos en forma de aforismos ni detonado más de una granada ensayística contra todo y todos, incluyéndose siempre, irremediablemente.
Para ser el más dark, hay que nacer en Rasinari, Rumania, en 1911. Hay que tener un padre que sea el sacerdote ortodoxo del pueblo. Y hay que jugar al fútbol con las calaveras que te regala el enterrador del cementerio. Todo lo que Cioran escribió, e incluso, su propia forma de escribir (aforismos, ensayos, artículos, cuadernos) está marcado por el cansancio de vivir. ¿Puede haber algo más inspirador para los flojos y depresivos del mundo? Solo él comparó el aburrimiento y la inacción -‘No hago nada, es cierto. Pero veo pasar las horas, lo cual vale más que tratar de llenarlas’- con el budismo.
Las mayores revelaciones le llegaron gracias al terrible insomnio que sufrió a lo largo de los años. La sensación de esa realidad ininterrumpida despertó en él una intensa megalomanía: se sentía por encima del resto al vivir en un estado de conciencia absoluto y constante. Luego, la idea de la conciencia como fatalidad, como castigo, se convirtió en una obsesión para él. El hombre es un ser que vela, y aquel que no ha conocido el drama de la conciencia le parece infinitamente ingenuo y constituye un tema recurrente en sus libros.
Su obra ha sido un dolor de cabeza para los especialistas en poner etiquetas. Sus libros, a pesar de encontrarse siempre en la sección de filosofía, en bibliotecas y librerías, no comparten muchas de las líneas del pensamiento filosófico: Cioran no parte de un principio abstracto, sino de un estado de ánimo, no desarrolla una idea, sino una obsesión. Habla del yo, pero no del yo vacío de la filosofía, sino del yo concreto de los escritores, de los poetas, de los escépticos. Es un yo que corresponde a los diarios íntimos y a las memorias.
El carácter subversivo de su obra es bastante evidente. Al instalarse en Francia, país en el que decide vivir hasta el final, asume el escepticismo como su única fe y mira su pasado como si fueran tiempos de delirio. Todo lo que tenga que ver con la acción se vuelve ridículo para él: ‘Todo lo que se hace me parece pernicioso y, en el mejor de los casos, inútil. Como máximo puedo agitarme, pero no puedo actuar’.
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Qué mejor excusa que el inicio de este otoño en Lima para releerlo. Si vamos a angustiarnos al menos que sea por las razones adecuadas, o por pensar en cosas más importantes que la coyuntura política. Además, por alguna extraña razón, su pesimismo divierte. Mira, lee esto: ‘Solo una prostituta sin clientes es más perezosa que yo’. O esto: ‘Ayer vislumbré en el teatro a la *** con su gigoló. Estaba horrible con su monstruosa cara, que habría exigido una peluca para estar soportable. Me ha obsesionado toda la noche. Antes de acostarme con ella, preferiría pasar diez horas en el dentista’. LOL.
Es como un Larry David rumano que nunca sonríe.