Por Verónica Klingenberger
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De verdad que lo intento. Por todos los medios busco evadir la realidad nacional. Mis razones tengo. La más simple es que el 99% de noticias locales me produce una rabia o una vergüenza ajena descomunal. El 1% restante me divierte gracias al humor involuntario de nuestra prensa. Entonces me escudo en Netflix o leo algo o simplemente restrinjo mi existencia a los 90 metros cuadrados de la casa propia. No miro más allá de mis helechos. Y cuando lo hago es para apreciar la ruidosa construcción de al lado hasta que una bandada de loros haciendo una bulla también descomunal me distrae. Hasta los pájaros se han vuelto violentos en Lima.
En los peores momentos de mi neurosis, basta con divisar la silueta de cualquier humano para lanzarle todo mi prejuicio. Mis razones tengo. Estoy convencida de que el limeño promedio es un ser despreciable, un ignorante prepotente fan de Castañeda que expone su clasismo y homofobia sin el menor pudor. Su corazón es Marca Perú, su cabeza es Asu Mare. La criollada y la informalidad son los rasgos más comunes de su identidad. Es el que no cede el paso, el que tira la basura por la ventana, el que escupe un gargajo en tus narices, el que toca la bocina como acto reflejo, el que se cuadra en el espacio para discapacitados, el que roba pero hace obra. Cuando recupero la calma pienso casi lo mismo, pero le concedo a la víctima el beneficio de la duda: hay limeños que son buenas personas.
Cuando mi neurosis se dispara, los pensamientos negativos se convierten en fantasías homicidas en las que obligo al Pastor Linares a comerse una Biblia o veo como una combi de Orión arrolla al alcalde de Lima dejando a su paso una pestilente huella amarilla. Tranquilos, son solo alucinaciones, paliativos que me ayudan a enfrentar el día a día.
La tolerancia es algo difícil de practicar en una ciudad como Lima. Para empezar, nuestra clase política es de terror, aun más horrible que el votante que puso ahí a esos mamarrachos. Un congreso compuesto por unos impresentables que ni siquiera tienen el sentido de la higiene propia. Sus cabezas, a falta de ideas, están adornadas por una pátina de grasa repulsiva. Duermen con la boca abierta en pleno Pleno y hacen cualquier cosa menos trabajar para que este país salga del retraso mental en el que se encuentra desde hace décadas. Nuestra clase empresarial vive inmersa en sus propias preocupaciones de hacer dinero y no le importa absolutamente nada más de lo que ocurre alrededor. Ni siquiera con sus propios empleados, individuos que esconden sus propias taras culturales y psicológicas haciéndose los ocupados. ‘Slds. Grs.’. Finalmente está la televisión basura, defendida a capa y espada por los liberales con el ridículo argumento de ‘si no te gusta, cambia de canal’. Y la prensa de hoy, en la que grupos como RPP, por ejemplo, lanzan campañas por una mejor ciudadanía y contratan a personajes como Phillip Butters y Carlos Galdós. Jodidos.
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Si te quejas dirán que tu vida sexual es penosa, que hagas yoga, que practiques la meditación y te concentres solo en las cosas buenas. Pero esta vez no me detendrán. Este es mi descargo, un justo reclamo dedicado a todos los haters de esta ciudad. Amigos, su odio tiene fundamentos. Pataleen y renieguen cuantas veces les venga en gana.