Por Verónica Klingenberger
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Una rubia platinada pilotea una Toyota Prado. Toca la bocina como un acto reflejo. Solo la toca y la toca y la toca. Desde el espejo retrovisor sus movimientos resultan hipnotizantes. Lleva unos lentes decididamente audaces, tipo esos Oakley que usan los esquiadores. Las lunas reflejan los colores de un arcoiris lejano. La rubia platinada se mira al espejo, se acomoda el cerquillo con la prolongada uña de su dedo meñique y luego vuelve a tocar la bocina. Decido dejar de mirarla. Compasión ante todo. Un brillo solar rebota en el espejo retrovisor y me ciega un poco. La rubia platinada está decidida a llamar mi atención. Ahora parece revisar algo importante en su teléfono celular y eso la calma un poco. El teléfono celular tienen un protector con cristales incrustados, por eso le reflejo que ciega. Imagino que así es el celular de Beyoncé. Imagino que debe ser la novia de algún futbolista, aunque en realidad también podría ser la mujer de cualquier empresario limeño de éxito. Otra vez la bocinita, y aunque asumo que debe estar realmente apurada (quizás en cinco minutos empieza su clase de KO), le señalo pacíficamente el semáforo en rojo. No hay respuesta alguna de su parte.
La plancha arde. Sobre ella, riñones y morcillas se cocinan ante la mirada compungida de un joven padre de familia. Como todos los domingos, Jorge intenta sacarle algún tipo de información a tres snobs adolescentes demasiado cool para articular una oración completa: sus hijos. Esa tarde hablan un poco de todo aunque realmente no dicen nada. Ay papá. Todo bien. ¿Puedo pedir otra chicha? Señorita, otra jarra de chicha. Un balazo los hace saltar de sus asientos. El sobresalto tiñe el mantel con chimichurri. Siete balazos más. Padre e hijos se abrazan bajo la mesa, se miran a los ojos, se abrazan. Afuera, un chico de 19 años acaba de asesinar a un hombre de 39. Primero le disparó en la cabeza. Luego lo remató con ocho disparos en la espalda. El cadáver besa un charco de sangre a los pies de su viuda y un amigo. Son las 3:15 de la tarde en Barranco cuando una moto acelera a toda velocidad hasta perderse de vista. A su paso esquiva la 4 × 4 piloteada por una rubia platinada.
Un dragón enorme y rojo vigila el enorme galpón convertido en ‘restobar’. El 80% de los comensales hombres viste camisa blanca, blue jeans rasgados con tímidas aplicaciones y mocasines de cuero. Ellas prefieren los jeans al ‘cuete’ sin bolsillos. Alguna vez escuché que son los que mejor ‘arman’ y casi me desmayo ante tanto mal gusto. La música es un trance electrónico que no emociona ni perturba. Solo adormece. Y puede encogerte el corazón si realmente te gusta la música y estás convencido de que solo ella puede convertir un lugar horrible en el mejor de los locales. En Lima casi nadie piensa así. La música podría ser el ruido de un taladro y a la mayoría de personas le daría lo mismo. Si hay ruido, todo mostro. Un mesero de unos 25 años nos pregunta si queremos beber algo. Le señalamos los sofás vacíos que rodean el gran cubo con barra central y mesas satélites pero nos advierten que para sentarnos ahí cada persona deberá consumir 500 soles mínimo. Nos disculpamos y buscamos la salida más cercana luego de comprobar que los baños de Lima son democráticamente inmundos.