Por Verónica Klingenberger
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Hace cuatro días cumplí cuarenta años. No fue gran cosa. Aunque la pasé muy bien -en una ciudad muy linda, a la que quiero mucho-, cuando desperté, seguía siendo yo misma. No era que esperara convertirme en santa o sabia, pero sí que unos días antes (incluso meses) había empezado a formarme cierta expectativa sobre la verdadera llegada de la madurez, aun cuando desde hace ya algunos años me llamen señora (algo que estoy empezando a disfrutar y a lo que veces respondo con un displicente ‘joven’, porque ¿cuál es el mérito de la juventud?).
Además de la familiar ansiedad de siempre, me sentía sentimental y más confundida que de costumbre (‘quiero una gran fiesta’, ‘mejor no quiero ver a nadie’, cosas así). Al día siguiente de las celebraciones solo sentí un gran cansancio, pero no fue culpa de la nueva década: la noche anterior terminó a las 5 de la mañana luego de bailar, junto con otros tres sobrevivientes (los recordaré durante toda una década), The Supremes y Led Zeppelin en un sótano a 30 grados de temperatura en el centro de Barcelona.
Previamente habíamos pasado por tres bares, un restaurante chino al paso (recuerdo que el cocinero tenía un polo que decía ‘Take a wok on the wild side’) y otro de hot dogs, donde patéticamente pedí el ‘Kids Dog'(un hot dog normal con papas al hilo). 40 años y esa era mi cena. Impresiones rápidas de la vida después de los 40: En realidad, todo sigue bien parecido a los 39. Esto quiere decir que las cosas ya no te afectan como antes, pero estás más alerta de todo lo que te resulta inspirador. O conmovedor.
Antes de seguir quiero dirigirme al lector crítico y aclarar que todas estas impresiones son personales y no pretenden convertirse en premisas psicoanalíticas: que cada quien viva sus cuarenta como le plazca). Dicho eso, otro comportamiento que he empezado a notar estas últimas semanas se asemeja a un combinado de paciencia, aburrimiento y compasión. Nada es tan grave. Nada es el fin del mundo. Y como en el Facebook, en la vida real también puedes deshacerte de lo que no te gusta. Es algo más complicado que apretar un botón que diga ‘ocultar publicación’ o ‘dejar de seguir a tal persona’, pero los mecanismos y el resultado son parecidos. Consejo de cuarentona: deshazte de todo lo que te haga mal y aléjate un poco de lo que no te dé mucho. Si son amigos, frecuéntalos menos. Si es trabajo, busca otro empleo. Y así.
Decía que nada es grave pero hay que hacer una gran excepción. La enfermedad o la muerte, de uno o de un ser querido, son esa excepción y eso lo sé muy bien. Y en eso, también, pienso cada vez más. Mi doctora dice que es el primer síntoma de la depresión, pensar en la muerte, digo, pero yo prefiero creer que es algo que me acerca más a la lucidez. Otro síntoma de lucidez es aceptar que a los 40 uno se ve peor que a los 30, sobre todo frente a ciertos espejos. No importa lo que Eva Mendes o Penélope Cruz te quieran hacer creer, eso es así.
Felizmente un amigo del gimnasio, envidioso de mi perfecto abdomen de veinteañera me advirtió con crueldad sobre lo inevitable: ‘un buen día, cuando menos lo esperes, te caerá la pared encima’, sentenció. Era su manera de decirme que me saldrían arrugas y canas y que mis músculos, tarde o temprano, dejarían su carta de renuncia. La buena noticia es que tengo 10 años más para impedirlo. La pared está rajada, pero tiene su encanto. Para terminar, tres verdades se escriben casi solas: Nada como dormir 8 horas seguidas. No existe algo como la adultez, al menos no para mí, no hasta ahora. Tengo ganas de volver a bailar en ese sótano en el centro de Barcelona.