La zona está en cuarentena y nadie entra ni abandona los distritos orientales de Kailahun y de su vecina Kenema sin una autorización especial del gobierno.
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“Aquí no puedes bajar la guardia: el virus te matará. Un error, una acción equivocada, y has muerto – ya está”, indica a la AFP un veterano trabajador humanitario.
El balance de muertos por el brote de ébola que empezó a principios de año suma 1.145 víctimas en los cuatro países africanos afectados: Guinea, Sierra Leona, Liberia y Nigeria.
Kailahun, donde viven unas 30.000 personas, en su mayoría miembros de la tribu Mende, y su vecina Kenema, suman el grueso de los 810 casos detectados y 348 muertos en Sierra Leona.
Llegar hasta aquí desde la capital Freetown supone un trayecto en coche de entre siete y 10 horas, dependiendo de la meteorología y del humor de la policía y los soldados en cada uno de los seis puestos de control. En tres de ellos, los pasajeros tienen que lavarse las manos en cloro y se les toma la temperatura.
“Estamos muy tristes porque nuestros hermanos y hermanas se están muriendo”, dice el guardia Ahamadou en un puesto en la frontera entre los distritos de Kenema y Kailahun.
“Necesitamos que el mundo tome conciencia de que necesitamos una vacuna. Esto es lo único que parará esto”, añade.
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De momento, sin embargo, no existe ningún tratamiento o vacuna probada clínicamente en los humanos.
“A veces, mueren todos”
El ébola, una fiebre hemorrágica con alta tasa de mortalidad, puede expandirse fácilmente en multitudes en las que las personas se exponen a los fluidos corporales de los demás. Un estornudo en la cara o un contacto de sangre o de sudor es suficiente.
Pese a todo, la multitud acude al mercado del viernes y la ciudad se anima para las oraciones de la noche contra el ébola.
No muy lejos de allí, en el centro de tratamiento especializado en ébola gestionado por la ONG Médicos Sin Fronteras (MSF), el ambiente es bien distinto.
El centro está gestionado como un campamento militar, todo el mundo está sometido a los trámites de procedimientos, cada paciente y trabajador sanitario está localizado y vestido en función del riesgo que representa.
Cada día se usan hasta 15.000 litros de agua y 2.000 litros de cloro para asegurarse de que las manos y la ropa están limpias y un enorme hoyo de incineración se ocupa del resto.
Los pacientes de ébola confirmados son alimentados mediante un complejo dispositivo para garantizar que los que no están infectados nunca estén expuestos al peligro.
Ha habido supervivientes 52 de ellos hasta ahora, de los casi 200 casos confirmados que están siendo atendidos psicológicamente.
Le deben la vida a un grupo de voluntarios extranjeros, higienistas, equipo de apoyo y enfermeras locales que trabajan sin descanso.
Geraldine Begue, de 31 años, es una enfermera anestesista luxemburguesa que dejó su trabajo en Suiza para ser voluntaria en el centro. Empieza a las seis de la mañana y dependiendo de la hora a la que llegan los pacientes, puede seguir en el centro pasada la medianoche, ocupándonse de los ingresos, a veces de familias enteras.
“A veces mueren todos. Otras, sólo se recuperan los padres, y la mayoría del tiempo mueren los padres y sólo sobrevive un niño. Tenemos de todo”, dice.
La mayoría de los pacientes sufren de diarrea, vómitos y fuertes dolores a medida que sus órganos dejan de funcionar, a lo que se responde con morfina y tramadol.
“Ébola es un virus muy desagradable”, dice.
Begue y sus colegas tienen asumido que su trabajo consiste de momento más en suavizar la muerte de los pacientes que en salvarlos.